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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

MADRID. Gueorgui Gospodínov (Yámbol, 1968) ha escrito un luminoso y jocoso libro sobre el final de la vida. Con ‘El jardinero y la muerte’ (Impedimenta) el narrador búlgaro da otro paso en una carrera que apunta al Nobel tras recibir galardones como
el Booker y el Strega. Algo en lo que no piensa un irónico amanuense que huye de los géneros y de la pompa.


–La muerte es nuestra única certeza pero la ignoramos.


–Así es. Pero no quería abordar la muerte en sí, sino el dolor ante la vida que se extingue. El denso silencio que la envuelve cuando va apagándose.


–¿Es ahora el final de la vida un tema muy literario y cinematográfico?


–Sí. Es algo reciente. Cada vez más libros y películas hablan sobre ello. Quizá sea una respuesta a ese silencio secular que tanto ha pesado hasta ahora sobre la muerte.


–¿Debemos aprender a bien morir?


–Sí. La filosofía clásica y estoicos como Séneca plantean las preguntas clave. Pero esa lección no nos la enseñaron nunca ni en el cole ni en ningún otro sitio. Parece que los únicos que podrían enseñárnosla son nuestros padres cuando se van. Así ha sido en mi caso.


–No ha escrito un libro triste y juega con el humor ¿Hay que reírse de la muerte?


–Está claro que sí. Manteniendo la dignidad de cara al final. No hay que tirar nunca la toalla. Mi padre era divertido y luminoso
y quise llevar esa luz y ese buen humor al libro, a ese jardín que siempre genera esperanza.


–«Mi padre era jardinero. Ahora es jardín». La primera frase es potentísima. Memorable.


–Escribí el libro en dos etapas. Primero tomé apuntes mientras acompañaba a mi padre enfermo. Cuando me senté a escribirlo apareció esa frase tan simple, sencilla y redonda que concentra el libro. No la tenía al principio. Al escribirla todo fluyó.


–La memoria es el otro gran tema del libro. ¿Si somos algo, somos memoria?


–Si existimos es gracias a la memoria de los demás y a la nuestra. Es el superpoder ancestral de la literatura. Al narrar generas memoria.


–¿Literatura y memoria son sinónimos?


–Sin duda. En latín la palabra memorándum describe lo que debe recordarse, y por ende al escritor.


–¿Existimos hasta exhalar el último aliento o mientras estamos en la memoria de alguien?


–Como mi padre, creo que existiremos mientras nos recuerde un niño. También mientras alguien recuerda nuestra infancia.


–Lo poético se mezcla con lo onírico y lo real en su libro. ¿Huye del género deliberadamente?


–No sé escribir ni pensar de otra manera. Pero cabría decir que el libro es un manual de jardinería. Incluye consejos prácticos
para el jardinero del cuaderno de notas de mi padre, y muchos lectores los utilizan para cuidar sus jardines.


–¿Su padre sigue siendo jardinero desde el más allá?


–En efecto. El libro tiene finalidad muy práctica.


–Es el primero que escribe a mano. ¿Es muy distinto de teclear?


–No tenía más remedio que redactarlo a mano. El camino de la mano que escribe a la mente es más corto que desde un teclado. El ritmo y el tempo es mucho más fluido.


–Ha recibido premios como el Booker y el Strega que jalonan el camino hacia el Nobel ¿Le quita el sueño?


–Esa clase de pensamientos te distraen de lo esencial, que es escribir. Trato de hacerlo lo mejor que puedo para seducir al
lector. Si escribiera pensando en el Nobel viviría en una especie de esquizofrenia.

–¿Sabe por qué escribe?

–Sí. Desde que tenía seis años. Escribo para enfrentarme a mis miedos. Luego supe que también escribo para preservar lo
que se va a extinguir.


–Lo hace de manera parsimoniosa, tanto que con sus 57 años dice que solo le queda para dos o tres novelas.


–Escribo mucho, pero publico lentamente. Tengo casi cien cuadernos llenos desde los veinte años hasta hoy. Quiero que cada
libro sea el mejor posible.

—Miguel Lorenci