cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Cartarescu ante el espejo

Mircea Cartarescu, «El ojo castaño de nuestro amor», Madrid, Impedimenta, 2016.

El ojo castaño de nuestro amor constituye un estupendo punto de partida para adentrarse en la obra de Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956) o, en el supuesto de aquellos lectores más familiarizados con su fecunda y colorista bibliografía, para reforzar el encantamiento de sus libros anteriores. Contiene todo
lo que el escritor ha sido y leído, lo que haa escrilto, y da pistas de lo que le queda por ser, que parece
aún mucho, a pesar de que hace tan sólo escasos meses cumplía sesenta años. Un libro como el presente sonaría
a testamento literario en otras manos y otras mentes; en el caso del dúctil rumano, un volumen de esta envergadura permite pensar más bien en un punto y aparte. Cartarescu da la impresión de ser inagotable.

El tono general del libro es inevitablemente amargo y melancólico. Los lugares que se evocan pertenecen a un mundo irrepetible, a una reducida geografía soviética sórdida y previsible que fue parlte del paisaje natural de Cartarescu hasta los 33 años, edad a la que asiste a la caida del muro de Berlín. Su entusiasmo inicial se transforma en desencanto conforme toma conciencia que el sueño occidental de libertades anheladas trae consigo tantas miserias morales y humanas como la vieja época. En «Los años robados», relato que, como sus otras piezas hermanas, se ajusta poco a las convenciones de este formato narrativo. Cartarescu reconoce sentirse desplazado. No es capaz de identificarseni con Occidente ni con Oriente. La declaración es vital en el caso de un autor que da gran importancia a las cartografías.

En este libro, más que en ningún otro, Cartarescu se sitúa ante el espejo. El eco de su reflejo actúa como Ebeneezer Scrooge ante las imágenes que le enseñan los fantasmas: el Cartarescu actual uliliza al Cartarescu joven, soñador y solitario, para componer una preciosa oda a la nostalgia. El primero de los relatos, «Ada-Kaleh, Ada-Kaleh», marca la pauta de lo que deparará la antología. Bajo este título musical, que funciona Como un intento por invocar pasadas glorias, Cartarescu resucita un emplazamiento mítico de su infancia, la isla turca de Ada-Kaleh, desaparecida bajo las aguas del Danubio víctima de una mastodóntica
e irresponsable obra de ingeniería hídrica en 1970. El recuerdo de Ada-Kaleh activa los resortes de la memoria
y de la imaginación, que se mantendrán bien engrasados en los diecinueve textos venideros. Agazapado en la coartada de su escritura fantasiosa, la mirada de los dos Cartarescu, escritor y doble, se extiende como un manto sobre temas de una vigencia pasmosa. Por ejemplo, el símbolo de la libertad encarnado en esta isla inundada se convertirá en parábola sutil y e1egante de las crisis humanitarias provocadas por los éxodos de refugiados.

Los lectores fieles y atentos del rumano saben que no suele dejar nada al azar, que la pretendida arbitrariedad de sus simbolismos oníricos ocultan una disciplina prusiana y un orden férreo. Los relatos de este libro siguen una lógica interna y a la vez compacta, unitaria: los más evocativos se colocan en primer lugar; son algunos de sus reuerdos más significativos, aquellos que le retratan con mayor visión de conjunto. La persona Cartarescu crece y madura en ellos a la par que el Cartarescu escritor; una instancia superior a la del falible sujeto. «Mi Bucarest» es un paseo por los rincones físicos y emocionales de su ciudad natal hasta alcanzar su propia evolución literaria, que refiere así: «Lo rechazado comenzaba a regresar, el posmoderniso se marchitaba y se volvía hacia el modernismo que, como una película en la moviola, se deslizaba
lentamente hacia el simbolismo de Redon y Chavannes, para sumergirse con todas sus fuerzas en Caspar David Friedrich». «Pontus Axeinos» señala la toma de conciencia, desde la atalaya de la ciudad de Constanza, otrora patria de exilio de Publio Ovidio Nasón, de la soledad que atenaza a los poetas, espíritus sensibles muy receptivos a la belleza. «Mi primer vaquero» se fija en la pérdida de la inocencia que señala el paso de una etapa vital a otra.»La época del nes» desnuda al autor ante una confesión íntima.

Al segundo bloque pertenecen las piezas que hacen de la nostalgia artificio literario. «Oh Levante, dichoso
Levante» rememora su primer libro (de 1987), escrito entre penurias, y que hoy puede entenderse como un volumen de memorias dedicado a la lengua de sus ancestros maternos. «El gato muerto de la poesía de hoy» supone su toma de partido «por una forma de vida y de mirar el mundo». A través de una frase de Lolita de Nabokov, Cartarescu se pregunta en «La ducha no-laodicea» por la sensibilidad de los lectores en la literatura moderna. Por su parte, «… escu» y «Europa tiene la forma de mi cerebro» tratan sobre la identidad y las dificultades que entraña ser escritor «rumano»: «Mis temas son los grandes temas
de la tradición europea», dice a modo de defensa un autor que no se siente cómodo como portavoz universal
de la 1iteratura rumana. Cartarescu sabe muy bien, sin embargo, que su nombre resuena con muchisima fueza en las quinielas al Nobel, y que cada uno de sus nuevos libros avala la gigantesca brecha con sus coetáneos.

La parte final es la del encuentro con el Cartarescu más imaginativo, el escritor que en «Para D., vingt ans
après» admite haberse sentido seducido por la especial capacidad de soñar de su amante D., la Gina de Nostalgia (Impedimenta, 2012), la muchacha que sabía dormir con los ojos abiertos. «La chica al borde de la vida» es un bonito cuentecito de hadas que rezuma cruda melancolía. «Forever Young» desmiente la invulnerabilidad de la juventud y en cierto sentido ensalza el valor de la experiencia. «Zaraza» es una crónica semimental Con el regusto folletinesco de otra época.

Es entre las líneas del relato «El ojo castaño de nuestro amor», tributo al hermano gemelo Víctor, fallecido
de neumonía a los cinco años de edad, donde mejor adquiere sentido esta temprana auto-presentación de escritor: «He madurado entre ruinas, he estudiado entre ruinas, he amado entre ruinas. A veces pienso que ser rumano significa ser pastor de las ruinas, arquitecto de las ruinas, amante de las ruinas». Las ruinas de Cartarescu son vestigios de una literatura mayúscula.

Joaquín Torán