Georges Perec (1936-1982) es uno de los escritores más raros e inclasificables de las letras francesas y tal vez de la literatura universal. Es tan original como inextricable. De manera esquemática se podría decir que su producción –que tiene un libro absolutamente capital como La vida, instrucciones de uso, su particular cartografía de París y de la ficción–, se basa en cuatro obsesiones: la observación, la poética de los objetos, los juegos léxicos que parecen las invenciones de un alquimista (Perec debía pensar con René Char que las palabras saben más de nosotros que nosotros de ellas) y la autobiografía.
El novelista prematuro
Perec era hijo de judíos polacos emigrados a Francia: su padre, que se apellidaba Peretz, realizó mil oficios y murió en 1940 en la II Guerra Mundial combatiendo contra los alemanes; su madre, peluquera, fue arrestada en 1940 y trasladada al campo de concentración de Auschwitz, donde murió, algo que también sucedió con su hermana y otros parientes.
El niño se crió con sus tíos y su abuela (que se hizo pasar por muda) y otros familiares y tuvo una vida muy itinerante. Muy joven redactó una novela, W, que daría lugar, algunos años después a uno de sus libros más conocidos: W o el recuerdo de la infancia (1975). Se marchó a París y se matriculó en Sociología e Historia, aunque no terminó ninguna de las dos carreras; quería ser escritor y empezó publicando reseñas en la Nouvelle Revue Française y más tarde en Las Lettres Nouvelles, algo que no dejaría de hacer nunca.
Perec siempre intentó completar su modesto sueldo de bibliotecario y archivero en el laboratorio médico 38 del Departamento de Neurofisiología del Centro Nacional para la Investigación Científica con sus colaboraciones, artículos de prensa, crucigramas, giras de escritores, etc. Ese empeño se prolongó desde 1962 a 1979 y en ese tiempo sucedieron algunas cosas: en 1967 ingresó en el Oulipo (Ouvroir de Littérature Pottientelle; Taller de Literatura Potencial), que habían fundado el escritor Raymond Queneau, a quien dedicaría La vida, instrucciones de uso (uno de los mejores títulos de todos los tiempos), y el matemático François le Lionnais. Jamás abandonó el grupo y compartió militancia con Italo Calvino, que dijo de él que es «una de las personalidades literarias más singulares del mundo, al punto de que no se parece a nadie en absoluto».
Su primera compañera fue Paulette Pétras, a la que acompañó a Sfax, en Túnez, donde vivieron un año: la experiencia daría lugar a la primera novela de Perec: Las cosas (1965), que recibiría el Premio Renaudot. A mediados los años 70 se enamoró de la directora de cine Catherine Binet, que sería su último amor. Volviendo a sus libros, publicó Un hombre que duerme (1967), que él mismo codirigió para el cine años después, y La desaparición, una novela donde desaparecía la letra «e».
El año 1978 fue clave. Culminó La vida, instrucciones de uso, Premio Médicis, que tardó en llegar a España (apareció en Anagrama en 1988), y ‘Me acuerdo’, cuyo título original era algo más extenso: Je me souviens: les choses communes, que Yolanda Morató tradujo para Berenice en 2006. Ahora, Impedimenta, que es con Anagrama y Abada su sello más habitual en España, publica una nueva edición de estos 480 fragmentos de su existencia, acompañados de 45 notas. El volumen es todo un hito literario, muy vivo, que se utiliza mucho en los talleres literarios y que tiene, como la obra de Perec en general, muchos seguidores: Augusto Monterroso, Enrique Vila-Matas, Juan Bonilla, el propio Roberto Bolaño, quizá Julián Ríos, etc. Y entre nosotros, los casos más claros son Emilio Pedro Gómez, Paula Figols y Félix Romeo. Hace muy poco, José Luis Melero utilizó ese método memorialístico, tan azaroso, para explicar las claves de Vaciar los armarios de Rodolfo Notivol.
Ese procedimiento no es original de Perec. Se inspiró en I Remember de Joe Brainard, pero inventariar sus recuerdos, no exactamente descriptivos, sino breves, en apariencia banales, como fogonazos de la memoria, donde recuerda lecturas, cines, teatros, músicos, sueños, obsesiones de todo tipo que le venían a la cabeza. Esos recuerdos abarcan tres lustros, están fechados entre 1946 y 1961, aunque la redacción es posterior («de enero de 1973 a junio de 1977», confesó), y a través de ellos elabora una autobiografía fragmentaria que no tiene nunca vocación de exhaustividad. «Su principio es simple: tratar de recuperar un recuerdo casi olvidado, prescindible, banal, común, si no para todos, al menos para muchos», resumió.
Georges Perec escribe por ejemplo: «Me acuerdo del pan amarillo que hubo durante un tiempo después de la guerra». Escribe: «Me acuerdo de que mi primo Henri visitó una fábrica de cigarrillos y se trajo de allí un cigarrillo tan largo como cinco unidos». O «me acuerdo de haber conseguido, en el Parc des Princes, un autógrafo de Louison Bobet», aquel ciclista que ganó tres Tours. Dice: «Me acuerdo de cuando me catearon». «Me acuerdo del algodón dulce de las ferias». «Me acuerdo del pintalabios Beso, “el carmín que permite el beso”». Me acuerdo es un libro sencillo, contenido, donde a veces también hay espacio para los juegos de palabras: «Me acuerdo de: Me tienes loco, loco de atar, atar la cuerdecilla, silla de montar, montar a caballo, caballo de carreras, carrera a pie, pie a tierra, tierra de fuego, fuego eterno, termo de leche, leche de vaca, vaca de la sierra, cierra la boca, etc.», que era, según Mercedes Cebrián, una «canción popular francesa con rimas pícaras».
Georges Perec, reconocido y admirado, falleció de un cáncer de pulmón a los 46 años tras una estancia en Australia. Poco después empezaría su leyenda, que no se extingue. Una vez explicó así su poética: «Si intento definir lo que he intentado hacer desde que comencé a escribir, la primera idea que me viene a la cabeza es que jamás he escrito dos libros similares, que nunca he deseado repetir en un libro una fórmula, un sistema o una manera elaborada en un libro precedente».
ANTÓN CASTRO