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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«La voz del amo» de Stanislaw Lem (Impedimenta, 2017)

Por fortuna, tanto el público general como la crítica van aceptando cada vez más el valor de unos géneros que permiten explorar aspectos complejos de la realidad a través del distanciamiento que proporciona su irrealismo.

En muchos ámbitos, la ciencia ficción sigue viéndose como un género menor, como historietas de aventuras, con naves espaciales y hombrecillos verdes que sirven, como mucho, para pasar el rato. Esta imagen de space opera está tan arraigada que cuando gente «seria» como Chabon o Houllebecq escriben novelas de ciencia ficción —El sindicato de policía yiddish, Las partículas elementales o, más aún, La posibilidad de una isla— se las califica como algo distinto. Por otro lado, una escritora de la talla de Ursula K. Le Guin solo empieza a ser reconocida ahora, cuando lleva cinco décadas publicando obras de un valor literario, filosófico y político indiscutible, pero que tienen la desgracia de ser de ciencia ficción y fantasía; y feminista, para colmo.

Por fortuna, tanto el público general como la crítica van aceptando cada vez más el valor de unos géneros que permiten explorar aspectos complejos de la realidad a través del distanciamiento que proporciona su irrealismo. Este hecho es hoy tan evidente que uno de los libros más vendidos en los últimos meses es 1984, de George Orwell, algo que ha coincidido con la investidura de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Porque son legión quienes encuentran en su apego desmesurado por eso que llaman «posverdad» la Neolengua y los métodos del Ministerio de la Verdad orwellianos. Aquí se encuentra la gran virtud de la ciencia ficción, en el carácter exploratorio al que hacía referencia antes: gracias a que no alude a la realidad de forma explícita puede abordar cuestiones que de un modo más directo resultarían problemáticas. Ya se sabe, aquello de mentir para decir la verdad. Puede que plantear preguntas incómodas sea la capacidad más enriquecedora de este género. ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si la humanidad recibiera un mensaje de otro mundo?

Esta es la premisa de la que parte Stanislaw Lem en La voz del amo, novela recién publicada por Impedimenta en traducción directa del polaco. En ella, una serie de azares lleva a un grupo de científicos a concluir que lo que parecía una emisión de neutrinos natural y aleatoria recogida en un observatorio es, en realidad, un mensaje extraterrestre. Los servicios de inteligencia estadounidenses se hacen con dicho material y reúnen en unas instalaciones militares secretas a dos mil quinientos especialistas en lingüística, antropología, bioquímica, física, filosofía, y casi cualquier otra disciplina imaginable, con el fin de descifrar esa carta de las estrellas. Un año después de la puesta en marcha del proyecto MAVO (Master’s voice, La voz del amo), se recurre al matemático Peter E. Hogarth, brillante pero con fama de iconoclasta, para que deshaga el nudo gordiano que parece haberse formado entre todos los campos de una investigación que no da ningún resultado, excepto la constatación de que el propio mensaje tiene propiedades biogenésicas, es decir, que facilita la aparición de vida. La llegada de Hogarth como elemento exógeno y, por tanto, no sometido a la inercia de grupo que se ha instalado en el recinto, supone un revulsivo y la destrucción de la mayoría de las hipótesis planteadas hasta ese momento.

El texto está narrado por Hogarth en primera persona, y relata sus experiencias como parte del proyecto. A medio camino entre las memorias y un informe de trabajo, La voz del amo ofrece una serie de reflexiones epistemológicas y ontológicas —con alusiones a Hegel o a Schopenhauer—, de ideas estimulantes en torno a la naturaleza del lenguaje, a la posibilidad de entendimiento entre especies distintas, y a las lógicas de poder que se establecen en toda sociedad, representada aquí por la colonia de científicos que ha de enfrentarse por primera vez a la existencia de vida alienígena inteligente. Las implicaciones de este acontecimiento son de una escala inimaginable: ¿de qué tipo de mensaje se trata? ¿Cuál es la voluntad a la que responde y qué intenciones tiene la civilización emisora? ¿La humanidad está preparada en su conjunto para aceptar la existencia de extraterrestres? ¿Será capaz de descifrar dicho mensaje? ¿Es su receptora, o se trata de una interceptación fortuita? ¿Cómo reaccionarán las personas encargadas de abordar su traducción? ¿Es siquiera posible esa traducción, o cualquier intento será vano? Más aún, ¿los conocimientos extraídos del mensaje serán beneficiosos o pueden tener, como cree Hogarth, consecuencias desastrosas? ¿Son más relevantes los aspectos humanistas, los científicos o los militares?

No estamos aquí ante el Lem juguetón y humorista de Ciberíada, sino ante un texto denso y algo exigente. Sin ser hard sci-fi, la ciencia tiene un papel muy relevante en el desarrollo de la historia; pero más importante aún es el fondo sobre el que se levanta dicha ciencia, el conjunto de prejuicios y visiones maniqueas de la realidad a las que han de enfrentarse Hogarth y compañía en una tarea que, con el paso del tiempo, les aleja del optimismo inicial para entregarlos a sentimientos más oscuros. A quien espere una historieta de aventuras con naves espaciales y hombrecillos verdes siento decirle que no la va a encontrar aquí. Si, por el contrario, busca una novela de ciencia ficción sugestiva y penetrante, un texto que plantee preguntas de calado, entonces sí, está de suerte.

ANTONIO MARTÍNEZ TORTOSA