Juan Berrio lleva años intercalando sus maravillosas obras costumbristas —la más reconocible de ellas, Miércoles, ganó el Premio Fnac/Sins Entido de 2011— con otras experimentales, juegos del lenguaje en los que Berrio se entrega a su pasión por los palíndromos, las matemáticas lúdicas y otros divertimentos. El autor siempre ha disfrutado contando historias a través de recursos que, aparentemente, lo limitan, pero que, en realidad, le permiten explorar caminos narrativos diferentes, en los que la historia que se cuenta nunca es más importante que cómo se cuenta. De esta parcela del trabajo de Berrio me interesa, sobre todo, cuando traduce un juego semántico o fonético al lenguaje gráfico, de modo que subraya las semejanzas entre palabra e imagen a nivel semántico y gramatical. Por ejemplo, un palíndromo puede convertirse en una imagen simétrica.
Su obra más reciente tiene mucho que ver con el lenguaje. Te quiero, publicado por Impedimenta, es un librito de cuidada edición y contenido íntimo, dotado de esa ligereza sutil que tienen muchas de las obras de Juan Berrio. Su disfrute descansa, en buena medida, en la sorpresa de no saber nada de su contenido, y por eso en la contracubierta nada se explica del mismo; simplemente se dice que es «un catálogo de amor sin palabras» —y harías bien en no continuar leyendo esto si tienes pensado leer Te quiero—. En sus páginas, mudas hasta casi el final de la obra, vemos a un joven en su habitación, trabajando, aunque rápidamente se queda ensimismado, pensando en su amor. Y entonces empieza a imaginar cómo va a declararse a su amor, de un modo diferente en cada doble página pintada con toques de acuarela. Lo interesante es que cada declaración de amor está construida a partir de los elementos que Berrio incluyó en la habitación desde la primera imagen. Es decir: del mismo modo que en otros proyectos se autolimita las palabras, en este caso se autoimpone un inventario finito, a partir del cual imaginará maneras de simular situaciones románticas, por ejemplo, tocando el violín con un flexo, empleando el ratón del ordenador como micrófono para cantar, o recortando un ramo de flores de papel.
Durante la sucesión de declaraciones, de te quieros, que dura un tiempo indeterminado, vamos pensando en quién es el joven y qué sucederá, a dónde nos llevará. Es, desde luego, un freelance que trabaja en casa, o que debería estar trabajando, mejor dicho. Pero la secuencia, aparentemente irresoluble, también sirve para generar un ritmo determinado, sincopado —entre imágenes, deducimos, el personaje debe colocar de nuevo en su sitio los objetos que ha empleado en cada declaración, pero eso no se nos muestra—. Jugamos a ver qué objeto falta de su lugar, cómo ha fabricado lo que sea que esté usando en cada momento, especulamos sobre qué nueva ocurrencia tendrá en la siguiente página, y también, claro, reflexionamos sobre lo cursi que puede llegar a ser.
Pero entonces, súbitamente, llega ella. Se abre la puerta, y ese hecho banal y repetido diariamente rompe la secuencia de un modo brusco, tanto, que Berrio lo refleja incluso extradiegéticamente, porque a partir de ese punto tendremos que seguir leyendo desplegando una enorme última página, que nos lleva por el resto de la casa e incluso fuera de ella. La complejidad de esta secuencia final de Te quiero parece corresponderse con la verdadera complejidad de los sentimientos y las relaciones afectivas: lo que parecía sumamente fácil en la imaginación del protagonista no lo es tanto cuando se enfrenta a la realidad, que, por supuesto, no le proporciona unas condiciones ideales para su declaración ni le permite controlar la situación. Ella no para de hablar, y él, entonces, se queda sin palabras y sin iniciativa, aunque el final abierto nos hace pensar que, tal vez, al cerrar el libro pueda tener su oportunidad.
Bajo la engañosa apariencia de obra pequeña, un librito sin palabras, con poca densidad narrativa y sin una historia larga, Te quiero supone una de las muestras más pulidas y originales del talento de Berrio para el ingenio, la novedad y el juego. En su mundo no cabe el cinismo. Los vecinos saludan en la escalera, el barrio es un lugar luminoso por el que pasear y las historias de amor siempre son encantadoras, incluso aunque sean agridulce. Pocos autores han conseguido como él conjugar lo sentimental con lo puramente lúdico.
GERARDO VILCHES