La semana pasada Madrid bullía inmersa en infinidad de actos literarios, como el Festival ñ o la Feria del libro de otoño, pero lejos de ese mainstreet, (por otro lado, tan necesario), en una pequeña caverna, a la que me gustaría llamar refugio, nos dimos cita un, cada vez, más amplio puñado de admiradores alrededor del fuego de las palabras de Cartarescu y de la melódica traducción de Marina Ochoa de Eribe, la traductora de todas sus obras al castellano.
Magia, quizá sea la palabra más acertada para describir lo que ocurre en aquella pequeña caverna. Magia, porque allí Carterescu, que en esta ocasión venía a presentarnos su novela Solenoide, se abre ante las preguntas del también escritor Andrés Ibáñez, encargado de presentarle, y comienza a desplegar su imaginario y con él su forma de enfrentarse a los textos, su, más bien, dejar hacer. Es Cartarescu un ser humilde, un artista pleno, el escritor auténtico.
No era la primera vez que lo escuchaba, tuve la suerte de ir a aquel mismo refugio que es la librería Rafael Alberti hace un año o año y medio cuando presentó El ojo castaño de nuestro amor (compilación de relatos absolutamente maravillosa, de la que cabe destacar el relato que da título al libro y que me emociona cada vez que lo leo). Entonces, me maravilló lo que viví, las enseñanzas y experiencias de este hombre con las letras, sus procesos creativos. En esta ocasión, he vuelto a contagiarme de esa magia, he aprendido muchas cosas de él y se ha reiterado en mí la idea de que lo verdaderamente importante de este oficio es simplemente escribir, o más bien, abrir el canal para que se filtre a través de ti, cualesquiera de las cosas que hayan de ser escritas.
Cartarescu siempre se quita mérito, dice que al igual que una abeja hace una colmena sin tener ni idea de arquitectura, un escritor escribe una novela sin tener idea de hacia dónde va. Él dice que escribe a mano en libretas, tal cual siente el dictado o la melodía en su propia cabeza, que no tacha nada, que no borra, que no rompe, que sólo escribe hasta que sale el libro. Y que escribir un libro es un don que te es regalado, por lo que no hay espacio para la soberbia. Qué suerte escribir siempre con ese abandono de uno mismo, en ese estado de gracia, maravilloso e imprevisible, tan cegador y tan apabullante, tan inconmensurable y tan de uno, a la vez que de todos, universal.
Enrique Redel, su editor en España, introdujo el acto diciéndonos que estábamos asistiendo a un momento privilegiado, que sólo allí, el escritor, tan cerca de todos, siente la confianza precisa para confesarnos sus obsesiones y sus miedos. Un buen puñado de ellas, también presentes en Solanoide, camparon a sus anchas por la librería. De repente, estábamos todos en una cuarta, o quizá, quinta o sexta dimensión, donde el dios que nos mira es a la vez observado por otro, y así sucesivamente. También nos habló Cartarescu de los visitantes, esas extrañas personas que lo contemplan mientras duerme o de la descarga eléctrica que recibió en un hospital cuando tenía dieciséis años.
Allí, prácticamente en la trastienda de la Alberti, rodeados de libros apilados, muchos de ellos de poesía, todas esas narraciones nos mecen en una atmósfera irreal, conectamos con este hombre que habla como escribe, haciéndonos viajar por laberintos de palabras hasta el subconsciente más temido y misterioso. Cartarescu pone a hablar partes de sí mismo que desconoce, esa es su literatura, e imbrica tan directamente con las partes de nosotros mismos que aún no conocemos, como si esas partes se comunicasen por magmas subterráneos, que apabulla pensar qué nos hemos estado ocultando durante tanto tiempo.