Coincidiendo con el estreno de la versión cinematográfica, Impedimenta ha publicado una edición especial, enriquecida con un posfacio de Terence Dooley, de la segunda novela de Penelope Fitzgerald, inspirada, como casi todas las de su etapa inicial, por episodios autobiográficos que en este caso remitían al periodo —finales de los cincuenta— en que trabajó como librera en un pueblo costero del este de Inglaterra. Dice Dooley, yerno y albacea de la autora, que Fitzgerald tuvo presente, a la hora de retratar la “vida de provincia”, una nouvelle de Balzac, El cura de Tours, donde como en La librería (1978) se muestra la atmósfera opresiva de las comunidades pequeñas, dominadas por la murmuración y el influjo de los poderosos locales. Porque contra lo que podría parecer —y resulta rutinariamente habitual en las obras que hablan del oficio— la novela de Fitzgerald no es exactamente una historia de amor por los libros ni de homenaje a los bellos ideales, sino más bien una lúcida y afilada descripción de las formas que adopta la mezquindad en las sociedades sometidas a la fuerza de la costumbre. La delicada ironía de Fitzgerald, su admirable sentido de la elipsis —ese decir sin decir de los diálogos, cuidadosamente elusivos— y su capacidad para describir en pocos trazos a sus excéntricos personajes, empezando por la valerosa librera, Florence Green, pero también el entorno, permanentemente azotado por el viento húmedo del Mar del Norte, distinguen a una narradora que alcanzaría cotas muy altas —La flor azul, su última novela, donde recreó la vida de Novalis, es una absoluta obra maestra— y mostraba ya en sus tardíos comienzos ese humor inteligente que logra convertir la historia de una derrota en profesión de resistencia.
Sesenta años después de su muerte, siguen apareciendo libros de Juan Ramón Jiménez que reconstruyen los títulos proyectados por el poeta, partes de una Obra con mayúsculas que su autor concebía como un todo interrelacionado, incesantemente corregido y sujeto a reordenaciones que exigen de los estudiosos una completa familiaridad con su legado. Publicado por la Residencia de Estudiantes en edición de María Jesús Domínguez Sío, Monumento de amor reúne la correspondencia de Juan Ramón con su mujer Zenobia Camprubí, más de setecientas cartas cruzadas desde que se conocieran en junio de 1913 —precisamente en la Residencia, adonde poco después se mudaría el poeta, en una conferencia de Manuel Bartolomé Cossío— hasta la muerte de aquella en octubre de 1956, tres días después de que su marido recibiera la noticia de la concesión del Nobel. A las cartas de ambos, el Epistolario, en su mayoría inédito, el volumen agrega los 55 poemas recogidos en Lira, donde “Oberón” quiso ubicar los inspirados por el amor a su primero pretendida —no convenció a “Titania” sin esfuerzo— y luego novia y esposa, leal e inseparable compañera hasta el final de sus días. No fue, como sabemos por los Diarios de Zenobia, una relación fácil, pero tampoco cabe duda de que ella, consciente de lo que su compañía significaba para el mayor poeta del siglo e igualmente enamorada, se entregó con toda libertad, siendo como era una de las mujeres más cultivadas e independientes de su tiempo. La “biografía sentimental de la pareja”, como la define la editora, refleja más de cuatro décadas de convivencia e intimidad compartida, un verdadero monumento que testimonia el profundo vínculo entre dos seres excepcionales.
De ningún país como la India, que por otra parte es más que un país, un formidable crisol de lenguas, cultos y culturas, puede decirse que haya dado tantos poetas religiosos, una tradición secular que viene siendo rastreada por Jesús Aguado desde hace décadas. Titulada en su nueva encarnación ¿En qué estabas pensando? (Fondo de Cultura Económica), la muy ampliada Antología de poesía devocional de la India —llamada bakhti— es la tercera que da a conocer un poeta que residió durante años en Benarés y sabe de lo que habla cuando se refiere a su pervivencia, aunque sus versiones o recreaciones, volcadas la mayoría en claro verso castellano, provienen del inglés y otras lenguas occidentales. Casi un centenar de autores, sobre todo hinduistas, pero también algunos musulmanes, budistas y jainistas, integran el cuerpo de una selección que se ofrece desnuda, con la única mediación de un glosario final, pues el antólogo pretende favorecer una aproximación directa a las variadas manifestaciones de la divinidad —el “vecino inquietante”, a la vez lejano y próximo— al margen de las barreras que nos separan —o nos unen— a un mundo tan distinto, del que surge “otra manera de decir lo que también nosotros somos”. Como ocurría en otra reciente antología de Aguado, Therigatha o Poemas budistas de mujeres sabias (Kairós), las semblanzas de los poetas —que vivieron entre los siglos V y XIX— se presentan como mínimas vidas ejemplares o hagiografías que a menudo resultan tan sugerentes como los poemas. En ellos el dios, que se halla en todas partes, es el vehículo para expresar el misticismo, la sensualidad, la reverencia o el asombro de estar vivos.