Tiene a su favor una espléndida novela. Tiene a su favor unos maravillosos paisajes ingleses y el encanto de uno de esos pueblecitos con los que soñamos los anglófilos. Tiene a su favor unos muy buenos intérpretes. Y tiene a su favor, sobre todo, los libros. Su mérito es haber sabido aprovechar con talento y mesura estos tres elementos favorables. Casi parece inglesa, tan discreta es su dirección (solo se excede en el uso de la música, pelín pegajosa). Es muy fácil empatizar con esta película, sentirla como algo propio. Se respira en ella el amor, no solo por la literatura, sino por los libros como objetos maravillosos y hermosos, como mágicos cofres de relatos. Un amor físico, táctil y olfativo (quienes lo hacemos apreciamos con emoción que a la protagonista le guste oler los libros que lee), que vincula la fantasía a la palabra impresa en unos determinados caracteres y estos al papel en que están impresos, dotado de un tacto, un color y un olor propios. Tocar un libro es una forma de tocar un sueño, de llevarlo consigo a donde quiera que vayamos o nos lleven, de estrecharlo contra el pecho o dejarlo descansar en el regazo -entrecerrado, con un dedo señalando la página por la que vamos- dejándose llevar por la sugestión de lo leído.
También trata de la dignidad, la soledad acompañada y el pudor esta película muy bien filmada por una Coixet más próxima a lo mejor de ella misma y más alejada de lo peor que nunca. Por decirlo todo: tiene un aroma libresco truffauniano y es, salvo olvido, la mejor película sobre el amor a los libros que he visto desde La carta final (1987) de David H. Jones. Y eso que aquella joyita injustamente olvidada se basaba en el libro autobiográfico de Helen Hanff y la interpretaban Anthony Hopkins y, sobre todo, la siempre extraordinaria Anne Bancroft. No es poco decir.