Cuenta una historia que alterna dos tiempos, el del narrador cuando es un niño y el del narrador cuando es un joven profesor dentro del sistema de las escuelas públicas rumanas. La oscura Rumanía de Ceaucescu es evocada en sus aspectos íntimos y domésticos a través de una Bucarest fantasmal, para Cartarescu «la ciudad más triste del mundo». Pero si bien la realidad que describe Solenoide resulta deprimente, la obra no lo es en absoluto, porque está escrita con un brío y con un destreza narrativa que quitan el aliento. Tiene además muchísimo humor, como el desternillante episodio de los «concursos de ateísmo» que se celebran en el colegio. Solenoide es, ante todo, una fiesta de la imaginación. Cartarescu consigue una combinación absolutamente única entre la confesión personal y autobiográfica y la más desbordante fantasía.
Así, el narrador consigna sueños y encuentros con seres inmateriales que, según nos asegura, son absolutamente reales. La historia se adentra en territorios cada vez más enigmáticos: la construcción del cubo de Rubik y el deseo del narrador de escapar del mundo (de escapar, de hecho, de la propia cabeza) nos llevan a digresiones maravillosas sobre la cuarta dimensión. Hay algo grandioso y turbador en esta novela que asegura una y otra vez que no desea ser «literatura», sino encontrar una vía para escapar. La traducción de Marian Ochoa de Eribe es una maravilla y merecería ganar muchos premios importantes.
ANDRÉS IBÁÑEZ