El solenoide, un generador de campos electromagnéticos que inducido por una corriente eléctrica modifica las propiedades del espacio que le rodea, es la gran metáfora que utiliza Mircea Cartarescu para levantar un colosal edificio literario sin retoque ni artificios, donde todo es literatura, sin más; sin alardes literarios. En Solenoide, Cartarescu nos muestra que su único compromiso es el compromiso con la literatura.
«Soy alguien que escribe para entender su situación. No puedes ser puro y original si no escribes para ti mismo» dice Cartarescu, recuperando la idea de Kafka, que escribía sin pensar en editar ni ganar premios. Solenoide, la última obra del escritor rumano, responde a eso, es literatura sincera.
A sus 60 años, Cartarescu es ya ese gran escritor que presentó sus primeros relatos en Nostalgia y deslumbró con el que abría ese libro, El ruletista. Sus libros posteriores han cimentado el poderío literario del rumano; su estilo visionario, su genialidad tortuosa, su capacidad para la sátira grotesca, su capacidad para retratarse a sí mismo sin vergüenzas. Todo ello le ha convertido en uno de los grandes prodigios de la literatura mundial y el aspirante a ser el primer escritor rumano que logre el premio Nobel.
Solenoide es un complejo trabajo que muestra los singulares mundos literarios de Cartarescu, su búsqueda permanente de la verdad, la que se esconde en el interior de cada uno, todo ello gracias a una imaginación desbordante y sin límites y esa mezcla entre realidad y fantasía, suelo y alucinación.
Solenoide es el mágico y estremecedor relato de un joven sin nombre que hasta los 21 años refleja la vida del propio autor, pero tras su fracaso con su primera y última incursión literaria, cerró la puerta a cualquier pretensión literaria y a partir de entonces malvive de manera rutinaria como profesor de rumano en una escuela de un barrio de Bucarest en la década de los ochenta, durante la dictadura de Ceaucescu.
Pero el joven vive otra realidad, más rica y edificante que refleja en su diario secreto que escribe sin interrupción. En él anota esa otra realidad que inunda su mundo interior: sus sueños, fantasías y alucinaciones oníricas que son la puerta para mostrar otro mundo. Ese en el que Cartarescu es maestro. Su búsqueda es constante. De ahí que Solenoide sea el pretexto, el plan de fuga para esa otra realidad.
El sentido de búsqueda del destino recorre en canal Solenoide, su hilo conductor es la obsesión del protagonista por escapar de un mundo que solo ofrece agonía y muerte a los que en él viven. Ese mundo se concentra en Bucarest. El protagonista de Solenoide vive bajo la dictadura de Ceacescu en una ciudad «imagen de ruina universal». La Bucarest de Cartarescu es una ciudad con tristeza sin concesiones, es pura ceniza, restos de una ciudad, edificios sin color en calles por las que pasea gente con un trozo de cemento en el alma. A sus calles, sus edificios, dedica párrafos trufados a la vez de honda belleza y descripciones como «la ciudad más triste del mundo».
Con todo, muchas de las mejores páginas Solenoide son aquellas en las que el protagonista refleja la cotidianidad de su mundo más cercano: su infancia dominada por la muerte de su hermano gemelo; su estancia en un internado para niños tuberculosos; la grisura y precariedad del comunismo rumano donde para comprar una bombona de butano había que hacer cola toda la noche; el pequeño y grotesco mundo de su escuela, de sus compañeros profesores y su relación con Irina, que le daría una hija. Hay capítulos memorables, como el dedicado a Nicolae Vaschide, el gran relator de sueños. Toda esa miseria mundana cambiaba cuando el protagonista entraba en su casa, una casa en forma de barco que escondía en el sótano uno de los seis solenoides ocultos en la ciudad y que al ponerse en marcha, hacía las funciones propias del aparato cambiando el mundo más cercano de manera que podía levitar al acostarse o hacer de la casa un mundo insospechado de puertas y habitaciones miles.
Un último elogio a la extraordinaria y esmerada edición de Impedimenta, que cuida a este autor como se merece y a la excelente traducción de Marián Ochoa de Eribe, que sabe mimar con rigor absoluto el riquísimo, complejo e incluso barroco lenguaje del autor. Lo que no es tarea fácil lo convierte en sublime.