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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

‘La levedad’ en El Cultural

En una ocasión Fernando Sava­ter me recordó la sorpresa de al­gunos de sus amigos ante la cir­cunstancia de que él hubiera aceptado participar en el home­naje que se le tributó al políti­co del PP Gregorio Ordóñez, asesinado por ETA en 1995, con el que…

En una ocasión Fernando Sava­ter me recordó la sorpresa de al­gunos de sus amigos ante la cir­cunstancia de que él hubiera aceptado participar en el home­naje que se le tributó al políti­co del PP Gregorio Ordóñez, asesinado por ETA en 1995, con el que había disentido pública­mente en varias ocasiones. «Era mi adversario ideológico, sí», contestó, «pero ahora que los te­rroristas le han asesinado le han convertido en uno de los míos». Algo semejante sentí yo cuando el 7 de enero de 2015 unos te­rroristas islámicos irrumpieron en la redacción de la revista Charlie Hebdo y asesinaron a diez de los miembros de su re­dacción y a dos de los policías que les protegían de las ame­nazas del fundamentalismo is­lámico, blanco de muchos de sus chistes, y en los que habían per­severado después de que los yi­hadistas condenaran a muerte a unos compañeros daneses por sus caricaturas de Mahoma.

No compartía la burla fácil de la que hacían gala para poner en solfa las creencias religiosas de todo signo, o, por ejemplo, el dolor humano que aquí y allá sacude nuestro planeta en forma de hambrunas, guerras o catás­trofes naturales. Ni me parecía tampoco que el calificativo de anarquistas del que se reclama­ban, siguiendo una tradición provocadora netamente france­sa, fuese la mejor etiqueta para definir su renuncia a cualquier principio ético, contradiciendo una moral que fue vertebrado­ra de la gran acracia histórica. Pero El Mal los había converti­do en mi gente sin necesidad de proclamar «Je suis Charlie» o de blandir un lápiz de grafito en mi mano alzada.

Así las cosas, la reciente obra de Catherine Meurisse me producía también otra clase de re­celo: el encontrarme con una más de esas infinitas novelas grá­ficas que no aportan nada a la na­rrativa del medio pero que son recibidas con un general alboro­zo, generalmente entre los pe­riodistas, por abordar una situa­ción política o personal, habi­tualmente singular o dramáti­ca, que se vale de los resortes lin­güistícos de la historieta me­diante una gran pobreza o desconocimiento de los mismos. Novelas gráficas, en suma, que podían haber sido un reportaje escrito exento de dibujos.

No es el caso de esta joven seguidora del maestro Wolinski, uno de los asesinados en aquella redacción, que le dijo en una ocasión a su esposa que, al mo­rir, quería ser incinerado y que arrojara sus cenizas al inodoro para poder seguir viéndole el culo después de muerto.

Meurisse, que se salvó de la matanza porque aquella mañana no le sonó el despertador, nos conduce por el proceso de di­sociación que le produjo aquel shock, anestesiada emocional­mente, y parcialmente amnési­ca, cuestionándose el sentido de su quehacer tras la tragedia, y buscando volver a despertar sus sentidos merced a la búsqueda de la belleza, tanto la asociada a sus paisajes de la infancia, como a la lectura de Proust, o al imperecedero legado de arte que puebla Italia. Persigue, así, la magdalena proustiana o el síndrome de Stendhal como el mejor reactivo terapéutico para abandonar el caos en que anda sumida y recuperar la fértil le­vedad.

La poética de ese tránsito está lejos, sin embargo, de caer en la ñoñería con que a menu­do historietas de temática simi­lar abordan aspectos trágicos de la existencia. Y ello es gracias, por un lado, a la indignación que a ratos la saca de su parálisis y, so­bre todo, a un humor, marca de la redacción en la que llevaba diez años trabajando (la prime­ra mujer en conseguirlo), que la impulsa a poner cierta sordina y distancia a su padecimiento y a las muestras de solidaridad que recibe. Es paradigmático, en ese sentido, el momento en el que el terapeuta que la trata le dice: «Cuando esté re-asociada lo con­tará todo en una novela gráfica».

Pero es que además Meu­risse utiliza el color (excelentes sus citas de Rothko) y algunas soluciones gráficas con una gran habilidad para subrayar el des­concierto que nace de ese en­cuentro con unas fuerzas de la sinraZÓI{ que, precisamente por lo ajenas que resultan a nuestra escala de valores, se nos apare­cen como imposibles de ser in­terpretadas por la menor lógi­ca.