Coincidiendo con el estreno de la versión cinematográfica, Impedimenta ha publicado una edición especial, enriquecida con un posfacio de Terence Dooley, de la segunda novela de Penelope Fitzgerald, inspirada, como casi todas las de su etapa inicial, por episodios autobiográficos que en este caso remitían al periodo -finales de los cincuenta- en que trabajó como librera en un pueblo costero del este de Inglaterra. Dice Dooley, yerno y albacea de la autora, que Fitzgerald tuvo presente, a la hora de retratar la «vida de provincia», una nouvelle de Balzac, El cura de Tours, donde como en La librería (1978) se muestra la atmósfera opresiva de las comunidades pequeñas, dominadas por la murmuración y el influjo de los poderosos locales. Porque contra lo que podría parecer -y resulta rutinariamente habitual en las obras que hablan del oficio- la novela de Fitzgerald no es exactamente una historia de amor por los libros ni de homenaje a los bellos ideales, sino más bien una lúcida y afilada descripción de las formas que adopta la mezquindad en las sociedades sometidas a la fuerza de la costumbre. La delicada ironía de Fitzgerald, su admirable sentido de la elipsis -ese decir sin decir de los diálogos, cuidadosamente elusivos- y su capacidad para describir en pocos trazos a sus excéntricos personajes, empezando por la valerosa librera, Florence Green, pero también el entorno, permanentemente azotado por el viento húmedo del Mar del Norte, distinguen a una narradora que alcanzaría cotas muy altas –La flor azul, su última novela, donde recreó la vida de Novalis, es una absoluta obra maestra- y mostraba ya en sus tardíos comienzos ese humor inteligente que logra convertir la historia de una derrota en profesión de resistencia.