Al escribir estas memorias (memorias que se basan en los diarios de su madre y que se ofrecen al lector en forma de epistolario), al redactar estos recuerdos, digo, Gudrun Pausewang establece correctamente la vinculación entre la Grand Guerre y los movimientos naturistas que triunfaron en la Europa de primeros del XX. La propia hojarasca de Alfons Mucha, poblada de ninfas y claros de luna, no dejaba de ser una expresión de aquella necesidad del entresiglo de escapar a una sombra que, nacida en el XIX, había de agigantarse, entre la fascinación y el vértigo, en la siguiente centuria: nos referimos a la formidable tecnificación del mundo que podríamos resumir en la letal cañonería que atronó Verdún y el Marne.
También señala Pausewang, con no poca melancolía, la utilización de aquel ingenuo utopismo de raíz romántica -los Wandervogel, las aves de paso-, por parte del nazismo, a cuyo encanto no se mostraron insensibles aquellas juventudes apolíticas, que abominaban de la tecnificación, el urbanismo y el consumo. Es probable, sin embargo, que lo que Pausewang considera una desviación, fuera sin más el sustrato común del que nacieron ambas formas de adanismo, que en el caso del nacional-socialismo adoptaría un virulento sesgo racial e identitario. Sea como fuere, es este naturismo de los Wandervogel el que está en el origen de los movimientos que, ya en los años 60 del siglo pasado, deplorarían la escalada industrial y el abandono de la arcadia provinciana. En cuanto cocierne a Pausewang y este prado de Rosinka, situado en los Sudetes, aclaremos que no se trata de un pastiche juvenil, ni de una moda fútil. Estamos ante la melancólica y honesta recuperación de un mundo milenario.
De una forma, puede que ingenua, pero decidida, Pausewang quiso reintegrarse a la antigua rueda de las estaciones, al parsimonioso rodar de las cosechas, y el resultado es esta vigorosa estampa de época en el que resuenan viejas generaciones, la adusta melodía del bosque, arrebatadas hoy por el olvido.
Manuel Gregorio González