El primer volumen, El prado… (con el subtítulo de «Una vida alternativa en los años veinte»), está contado mediante las cartas que la madre de Gudrun escribe a su sobrino Michael, quien está valorando si aventurarse en ese estilo de vida de sus familiares. Esas misivas en realidad no existen, su contenido está inspirado y /o recogido en los diarios de la madre de la escritora. Pero Pausewang la convierte en narradora, moldeándola con su propia voz, con su propia narrativa, lo que supone una decisión mediante la que asistimos a la recreación narrativa de lo real, por así decirlo. Lo que cuenta «la tía Elfriede» fue cierto, pero es su hija quien la ha convertido en un personaje. Es la atrevida propuesta que este mismo año, aunque en el cine, ha hecho Clint Eastwood: al utilizar a los verdaderos héroes que impidieron un acto terrorista en el tren a París de hace unos años para que se interpreten a sí mismos. Es decir, son recursos que navegan en aguas donde los límites entre realidad y ficción nunca quedan por completo claros, y eso resulta muy estimulante.
Las cartas de Elfriede, siempre escritas desde el sosiego pero también desde la pasión por la naturaleza, incorporan hacia el final un largo texto escrito por su hija mayor (la propia Gudrun), lo cual supone una pirueta más en ese arte que consiste en recrear lo autobiográfico mediante ciertos giros narrativos, convirtiendo el pasado en novela. La tía le cuenta a su sobrino cómo fue aquella vida en los campos, la dieta vegetariana a la que se sometieron, las dificultades para obtener todas las provisiones que necesitaban, la venta de fresas para conseguir algún dinero, el nacimiento y la crianza y la educación de los hijos que fueron llegando… Uno de sus objetivos era desvincularse de la vida burguesa y del progreso y de todo el repertorio de comodidades que conllevan. La autora incluye algunas fotografías reales de ella durante su infancia y su adolescencia, junto a su familia; estas fotografías adquieren, como todo lo antiguo, un valor absoluto como reliquias de otro tiempo, vistazos de un mundo que ya sólo podemos imaginar en blanco y negro porque así se nos muestra.
El prado de Rosinka, en una etapa en la que proliferan los libros que gravitan en torno a gente que se va a vivir al campo, a la montaña o al bosque, contiene una ventaja sobre los demás: transcurre en el período de entreguerras, con sus protagonistas recién salidos del clima de la Primera Guerra Mundial hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Su valor testimonial está fuera de toda duda. En su última carta, Elfriede le escribe a Michael:
«Y sobre todo me alegro de que expreses el deseo de seguir fiel a tu meta original: hallar una alternativa a la vida convencional en nuestra sociedad del bienestar, consumista y sobretecnificada. En relación con esto, te diré que a mi parecer existen incontables posibilidades de plantear una vida alternativa de este tipo. Habrás logrado tu objetivo cuando en el futuro construyas una existencia que mueva a los demás a reflexionar a fondo sobre su propia vida, y por ende, a orientarla y configurarla de forma diferente».