«El prado de Rosinka». Ese era el nombre con el que los lugareños conocían un pedazo de tierra pantanosa situada en pleno corazón de los Sudetes, en la cual los padres de Gudrun Pausewang hicieron realidad, a principios de los años veinte, el sueño de vivir y dejar vivir, adoptando una vida alternativa en los bosques, aun a costa de grandes privaciones. Allí, en una sólida casa de madera que la pareja construyó sin ayuda de nadie, nacieron Gudrun y sus cinco hermanos. Y allí vivieron hasta que, en 1945, el final de la guerra puso fin abruptamente a su experimento. Treinta años después, Elfriede, la anciana madre de Gudrun, recibe una carta de Michael, un joven que, decidido a seguir sus pasos, busca su consejo… Así empieza una relación epistolar en la que Elfriede le relatará su experiencia en el apartado enclave donde emprendieron aquel apasionante viaje en busca de la utopía, la libertad y la independencia.
La autora recupera las cartas en las que su madre Elfriede relata sus experiencias en la búsqueda de la vida autosuficiente en el campo. Su marido y ella pertenecían a un movimiento colectivo de jóvenes que quería recuperar la vida sencilla, renegaban de sus orígenes burgueses, practicaban de manera habitual el senderismo y no querían valerse del capitalismo para mantener sus vidas. No en vano el sobre título del libro es Una vida alternativa en los años 20.
Elfriede no trata de convencer al joven que en los años 70 quiere seguir sus pasos. Ni de desilusionarlo ni de animarlo, sino que cuenta de una manera realista los pasos que tuvieron que dar y lo significó para toda su familia ese experimento. Su marido era un ingeniero agrónomo que había estudiado encaminándose hacia el aprovechamiento al máximo de la vida en el campo, del huerto, de los animales y de lo que se podían encontrar en los bosques de alrededor.
Ni que decir tiene que la miseria por la que pasaron es algo que no estamos acostumbrados a pasar pero es algo similar a la vida rural que llevaron nuestros padres y abuelos. O al menos la de los míos, que tenían una cabra que era el principal sustento, un par de vestidos y una espada de madera como único juguete. La diferencia en este caso es que Elfriede y su marido eligieron esa vida, con el empeño de disfrutar de la naturaleza, del trabajo propio y criar a su numerosa prole en ese ambiente fuera de norma y basado en el esfuerzo.
Realmente las cartas logran calar en el lector y disfrutar del llamado experimento como si participáramos activamente en él. Cada helada, granizo, o fracaso, es compartido y cada buena cosecha es fuente de alegría. Pero entonces llega la guerra, que puede con todo, que llega incluso a un prado perdido en los Sudetes, una región en la frontera entre la República Checa y Alemania. Es una parte muy interesante porque te muestra el punto de vista alemán, no nazi pero sí de cómo lo vivieron las personas del país ajenas al conflicto. Personalmente me ha permitido conocer una parte de la historia que no conocía, La crisis de los Sudetes, y la posterior expulsión de los alemanes de la zona por parte de los checos tras la Segunda Guerra Mundial.
Que ese vida dejó huella en la familia, a pesar de vivieran únicamente 16 años allí, está claro en el propio origen del libro. Además la autora se guarda una carta propia en la que le cuenta al joven al que dirigen las cartas cómo influenció en ella y sus hermanos aquella vida. Si fue positiva mente o no, lo dejo en el aire, prefiero que lo leáis.
Como comentaba al principio, el libro me ha hecho revisar algunos aspectos de mi propia vida, me ha maravillado, me ha asombrado. Aunque es una historia que se ha repetido muchas veces, la forma tan sencilla, tan imparcial de contarla es asombrosa. Un libro que llega al alma y que puede hacer que ésta cambie. Una de las cosas esenciales de la literatura.