Rosinka es un lugar a caballo entre Chequia y Alemania. La pobreza de una guerra perdida ha dejado a los alemanes hechos un harapo. También a los habitantes de otras naciones. Pero mientras los británicos, por ejemplo, intentan recomponerse levantando el viejo orgullo de la exploración, la heroicidad de conquistar el Everest o los polos, en Alemania se fragua una recuperación en un caldero del que saldría algo bastante venenoso, excepto para alguien como la pareja protagonista de este libro, que es un viejo libro de viejas memorias.
Escrito de forma epistolar, la anciana madre de familia responde a las cartas de un joven que busca su consejo acerca de la vida alternativa. El libro tendrá su continuidad, pues termina con la mala fortuna del desastre de la siguiente guerra, que junto a la presión del dinero van limando el sueño de la familia numerosa, con hasta cinco hijos nacidos en las habitaciones de una cabaña levantada con sus propias manos. El alma de la no violencia gesta esta hazaña, porque es lo que, en definitiva, consiguen, una hazaña. Desvincularse de la vida burguesa y dedicarse a cultivar fresas y a cantar, transformar un pantano en una piscina rodeada de huertos, un sueño de Beatus Ille que todos hemos tenido. Cabe añadir, por otro lado, que la distancia que les separa de la población más próxima, donde reside la familia de la mujer, se recorre a pie, en trineo o en esquíes, en menos de dos horas. En cualquier caso, ellos consiguen que Rosinka quede fuera de cualquier mapa político, que sea un remanso de paz en brazos de la fortuna.
Pero el destino no siempre es ventajoso. Hay una parte que uno tiene que hacérsela, y en ese sentido la experiencia es positiva y la anciana anima al joven a no morir con el anhelo de cumplir su sueño. Pero le advierte de que ser un Robinson Crusoe en medio de la tempestad comercial no es tan sencillo. Hace falta algo de dinero, sobre todo si los hijos dependen de él y el granizo destroza la cosecha. Hay que ser sensato, aunque eso suponga un punto más de ser convencional, le dicta. El mensaje nos recuerda al de la película Capitán Fantastic, donde la familia pasa de lo salvaje a la granja tras comprobar los riesgos que están corriendo de forma innecesaria. Pero sí se anima y se demuestra que es posible domesticar la tierra, que tener sueños es ya de por sí un éxito, aunque el porcentaje en que se cumplan sea mínimo. Se advierte de que no se debe considerar un fracaso el tener que renunciar, finalmente, a la vida en el campo, derrotado por los inviernos y por el salario que garantiza la seguridad física de la familia, la asistencia médica y la educación. Es más, cuando llega la guerra, la que ha llegado a ser una casa donde alguna gente acude para una cura de reposo, lejos del mundanal ruido, será un albergue para refugiados o prisioneros de uno y otro bando, será un lugar donde se ha aprendido a vivir en paz, como cuando se está leyendo El Principito.
Y siempre quedará la enseñanza que supone el aprender a pegarse a unos criterios morales buenos, y a despegarse de ellos si es necesario. Será un esfuerzo, pero nada, ni siquiera esto, se consigue sin sudor. Gudrun Pausewang (Bohemia Oriental, 1928), y con ella su familia, se adelantan a Annie Dillard, a Sue Hubell y a tantos otros a los que tanto queremos.