Vivir en el campo desde la infancia te distingue del resto. No eres uno más, tienes un halo de complicidad con los elementos y los animales. Y si en tu familia hay varias generaciones con el mismo patrón marcado lo llevarás dentro de tu alma. Soltarás aire de tus pulmones nada más pisar la tierra, reconociendo sin palabras la vuelta al origen por mucho tiempo que haya pasado desde la última vez. Tu marcha no habrá constado, el tiempo recuperado con tan sólo volver a ese lugar mágico que te acogió y te vio crecer.
En mi familia siempre ha habido tierra de por medio, y no por ser terratenientes, nada más lejos, nieta de labradores, que pudieron conseguir tener su propio pedazo de tierra, y uno de ellos tras trabajar día y noche también fue adquiriendo algo de tierra para cada hijo, el objetivo siempre tener una casa propia con algo de tierra para poseer unos frutales y algunos animales para poder auto abastecerse. Mis abuelas siempre tuvieron gallinas y conejos, carne y huevos, por un lado ovejas también, algunos almendros o quizá algunos olivos, así había en casa aceite propio para pasar el invierno. Una de mis bisabuelas maternas además de sus animales tenía su pequeña cosecha plantada para el uso de la casa, hacía el pan y también en el altillo se asistían los partos su cuñada y ella, sin ayuda de partera alguna. Mi otra bisabuela materna era recovera, vendía huevos por las casas de bien, y hacía colchones de lana, que en la época se cardaban a mano, trabajos que ya se han ido perdiendo.
En El prado de Rosinka Gudrun Pausewang nos habla de la vida austera en el campo, que no es aquello que yo veía de pequeña reflejado en la gente que venía del pueblo a su casa de recreo de los fines de semana, no es eso, es la vida que la gente humilde sin otro habitáculo decide emprender en el campo con un trozo de tierra que siembra y se procura unos cuantos animales para no depender de otros y poder comer de su propio esfuerzo. Mis abuelos fueron de aquellos hombres. Recuerdo las fotografías de la infancia de mi padre, sólo hay una sesión, el fotógrafo pasaba por las casas y ofrecía sus servicios a las familias. Con una sábana de fondo posaban los doce hijos y el matrimonio. Ropa humilde y caras curtidas por el sol del trabajo en la tierra. Después los hijos mantuvieron el fondo pero no la forma, tuvieron su casa en el campo, pero trabajaban en otra cosa para mantener y procurarse otros lujos que la tierra por sí sola no podía dar. Trabajar sólo de la tierra les hacía temer por el futuro de sus mujeres e hijos.
El matrimonio de El Prado de Rosinka idealiza su sueño durante los primeros años. Después la dureza del terreno y las inclemencias del tiempo les curtirá en muchísimas batallas. Prosperarán a base de esfuerzo y trabajo duro. Con cada invierno irán viendo que no pueden vivir sólo de lo que la tierra les da, porque a veces también les quita, que no podrán apretarse eternamente el cinturón, y más si van llegando hijos a los que procurar calor, alimento y cuidados. Vida espartana, aire fresco en los pulmones, trabajo duro y dieta exigua. Una habitación caldeada para toda la familia y ningún lujo.
En El Prado de Rosinka se suceden las cartas para contarnos cómo fue aquella vida en medio de la naturaleza junto a una charca. La belleza del paraje y lo que consiguieron durante aquellos años nunca se olvida. En la contraportada afirman que es una «oda al amor por la naturaleza y un alegato a favor de una vida alternativa» y lo reafirmo. Es una belleza de libro. Además según se suceden los últimos acontecimientos parece que iremos volviendo al tiempo de nuestros abuelos y quién esté preparado para la vuelta al origen sufrirá menos las consecuencias de las locuras producidas por otros. Los padres de nuestros abuelos no tenían pensiones, después de una dura vida de trabajo dependían del cobijo de los hijos, vendían sus tierras para poder salir adelante en la vejez, malvendidas por necesidad en muchas ocasiones, quizá si habían salido a la mar se les procuraba un canasto de comida, por eso ahora sus hijos sí salen a la calle porque saben que lo que se tiene se puede perder, porque en otro tiempo no se tuvo. La generación que nació y creció durante los años veinte ha vivido guerra y posguerra, tanto en Alemania como en España, y saben lo que son los años austeros de duro trabajo.