Lo del Spain is different siempre ha olido regular, entre otras cosas porque tras el «diferente» se escondía un «atrasada».
Si al escuchar la palabra comuna acuden a nuestro imaginario planos encadenados de jipis con gafas de sol redondas, Woodstock y, en suma, americanos floridos (o peor: algo así, pero reducido a un disfraz de carnaval), aún estamos a tiempo de conocer la versión ibérica del asunto: a España llegó el Aullido de Allen Ginsberg por medio de aquellos afortunados que habían podido viajar y ver lo que se cocía más allá de nuestras angostas fronteras, también lo del make love, not war, el LSD y la marihuana. Algunos, incluso, pudieron experimentarlo.
El caso español es más que particular: cualquier avanzadilla cultural, atisbo o hallazgo que se diese entre los años 40 y los tardíos 70 estuvo atravesado por un régimen dictatorial que medió para que todo permaneciese, de forma que lo que se coló en España fue mediante pequeños pioneros que, a través de sus prácticas cotidianas, de viajes y de lecturas contraculturales, introdujeron aire fresco y nuevas formas de diversión, que buena falta hacían.
El régimen, construido en base al triunvirato Iglesia-Estado-Familia, dejaba caer buena parte de su peso sobre este tercer estamento. Asegurar la familia era, en cierto modo, afianzar la continuidad: el ojo que todo lo veía podía contemplar así familias numerosísimas, mujeres ocupadas en atender a sus maridos e hijos reprimidos por una educación que también cumplía su función.
Resultaba perfecta como herramienta de control social, y he aquí el elemento diferenciador: muchos jóvenes quisieron establecerse en comunas simplemente por huir de su casa y de sus parientes, de una atmósfera estrecha y restrictiva heredera del Antiguo Régimen. Y esto lo complicó todo un poco, porque si algo necesita una comuna para prosperar es compromiso y no simple apetencia. Pepe Ribas, fundador de la revista contracultural Ajoblanco, lo sabía bien.
«Se mezcla todo: la alternativa con la mera huida, la reacción salvaje de romper con el pasado, familia incluida, autoestimulación sexual y pecados, con la bonita idea del campito, la comuna o el piso que todo nos los va a solucionar, porque entre sus paredes nos haremos todos muy lilis». Asi lo expresó en el libro De qué van las comunas, publicado en 1980 por Ediciones de La Piqueta.
«De los 40 añitos hemos salido de lo más neurótico y neurasténico. Y aquí no hay nada más que un mal rollo mental acumulado de padre y muy señor mío», introducía. Advertía lo que ya intuímos: que «en España, por razones de clima político-social-católico, las comunas han sido hasta hace muy poco poco menos que imposibles». Sin embargo, alguna tuvo cabida. Ribas, a través de diversos testimonios, destaca dos.
La comuna de Horta
Ribas consiguió reunir en la entonces redacción de Ajoblanco a casi todos los que compusieron el último grupo de Horta, una comuna que comenzó en 1970 en «los restos de una masía pairal catalana, alejada en otros tiempos de la Ciudad Condal». Hasta 1974 la habitaron distintos grupos comuneros, inspirados por «cosas interesantes» que habían visto «por ahí, allende los Pirineos».
«La familia no nos interesaba en absoluto, lógico. Vivir de otra manera, sacarnos toda la mierda que llevábamos, abrirnos a otra vía, desbloquearnos, desreprimirnos, vivir en común, comunicarnos, huir de la competencia…», cuenta uno de sus últimos moradores. La comuna era, además, del todo abierta, lo que finalmente contribuiría a su fracaso:
«Llegaron a dormir más de cuarenta personas. Te levantabas e igual tropezabas con un director de cine que te molaba y te pasabas dos días hablando con él».
«Todo era de todos, de pronto te encontrabas que cada día podías cambiar de ropa». Esto también se extendía al dinero, que «estuvo siempre colectivizado». La mayor parte de sus habitantes trabajaba fuera de la comuna, pero la meta para algunos era llegar a ser una «comuna rural» y autárquica, lo que llevó a una serie de enfrentamientos que comunmente acababan con la experiencia.
«Se dio el caso curioso de que los que tenían el trabajo más opresor, más metido en el establishment, eran luego los que querían imponer planteamientos más radicales a la comuna, en el sentido de que siempre estaban haciendo planes, reglamentando las cosas, estructurando las situaciones…» contra otros bien distintos, los «espontaneístas» que dejaban hacer, sin planear nada.
«El sistema y la educación tienden a hacernos creer que el laissez-faire es un caos, y es falso», comenta respecto a su postura en el debate. La comuna se había hecho famosa en Barcelona y un día la policía entró «con la excusa de la droga». «Era un centro de subversión y acabaron con ella. ¿Quién nos iba a defender? C’est fini la comuna».
La comuna de Badajoz
Cree Ribas que «seguramente no fue la primera comuna agrícula que más o menos se formó en España», pero sí que fue una de esas «experiencias míticas de las que mucha gente ha oído hablar», cuyo punto álgido giró alrededor de 1975. Ribas admite desconocer «bastante la experiencia», pues solo había recibido cartas o hablado por teléfono con algunos de los comuneros, pero los rumores que llegaban versaban sobre una comuna «muy grande, funcionando a toda marcha, con más de doscientos comuneros».
Lo que sí es seguro es que grupos que pasaron por Badajoz montaron más tarde otras comunas por Castilla, constituyendo un «nudo-embrión» para las de Madrid. De hecho, un artículo de El País fechado en noviembre de 1978 apunta a ello. Tiene como titular «Antonio Saiz: las comunas son posibles», y Lola Galán, autora del texto, lo encabeza asegurando que «unos miles de jóvenes han llenado este país de comunas rurales, después de algunas experiencias ciudadanas de las que pocas se mantienen aún en pie».
Señala a Cataluña principalmente, pero también al Bajo Aragón, País Valenciano, Asturias, las Baleares y Extremadura. Allí «abren y cierran comunas rurales llenas de esperanzas y desilusiones», no obstante, en esta última comunidad, contaba Galán, «la pequeña comunidad ‘El Manantial’, de Burguillos del Cerro, en Badajoz, progresa, aferrándose a unos ideales que se basan fundamentalmente en el rechazo de los valores consumistas del mundo actual».
Allí, unas dos hectáreas de tierra ya habían dado garbanzos, habas, tomates, zanahorias y guisantes; también cuatro cerdos, varios pollos, algunas cabras y colmenas de abejas. Entre ellos convivían cinco personas, con vistas a ser diez en un futuro. «El dinero siempre se reserva para mejoras, para comprar más animales, para plantar mil cosas, para montar todo lo que aún es solo un proyecto», le contaban a la periodista. Andaban por entonces rumiando cómo generar su propia electricidad.
Antonio Saiz, uno de ellos, ya había tenido una experiencia previa en la comuna de Huertapelayo, en Guadalajara, que acabó con cuatro comuneros en prisión, él incluido.
«Precisamente iba a escribir una carta a Ajoblanco para anunciar unas jornadas de comunicación aquí, en ‘El Manantial’, para que venga la gente y se informe un poco de lo que es la vida aquí, pretendemos dar unas charlas sobre agricultura también», decía.
Efectivamente, durante esos años llegaron a Ajoblanco numerosas cartas relacionadas con las comunas y Ribas hace en el libro buen acopio de ellas. Estas son algunas:
«NECESITO HUIR de la oficina. Enviadme urgentemente lista de comunas agrícolas donde pueda sentirme bien».
«SOMOS UN PAR DE PROGRES, que estamos aprisionados en un ambiente capitalista y burgués, y deseamos cambiar nuestra vida. Nuestro problema, ¡claro está!, no reside en la teoría, puesto que las ideas son patrimonio de nuestra mente, y nosotros tenemos cerebro para cavilar. Pero al llegar a la práctica se nos abre una gran contradicción, que queremos cerrar gracias a tu apoyo. Sobre el amor tenemos un principio básico, que se basa en igualdad libertaria. Creemos firmemente en la alternativa comunitaria, es decir, que optamos por las comunas».
«TENEMOS UNA CASA, unas tierras, un furgón y algunos conejos. Llevamos tres meses viviendo en la huerta. Pretendemos producir la mayor parte de nuestros alimentos y tener tiempo libre. Aquí hay sitio y posibilidades para vivir más gente –la casa la tenemos casi vacía– Murcia».
Así, el interes por las comunas desde finales de los 70 llegaba desde las páginas de El País hasta la ácrata Ajoblanco. Ribas, conocedor de primera mano de muchas experiencias, se atreve a incluir en el libro una enumeración de consejos para construir «comunas armadas», resistentes ya no solo al sistema capitalista, sino al capitalismo que vive en nosotros y nos impide vivir de forma libertaria.
-Dejar atrás el «rollo americano». Se antojaba necesario crear «nuestro rollo latino» a partir de nuestras características y condiciones propias, así como de nuestra historia, dejando a un lado el «rollo mermeloso-empalagoso norteamericano, de las flores, de los pajaritos, de que todo es bonito, de la marginación y del rollo sensiblero-romántico típico de sus películas de final feliz».
-Huir de las «visitas progres» (también llamados «comuneros de domingo») que buscan curiosear la comuna para criticar su funcionamiento o para pasar un tranquilo fin de semana en el campo y así romper el orden natural de la convivencia.
-Comunicarse y establecer sus propias reglas en base a otras experiencias exitosas.
-Crear comunas de ataque. Defenderlas a través del conocimiento: autocrítica y reuniones frente a los problemas internos; previsión e impermeabilidad contra los externos, entre los que se cuentan la «crítica ideológica por parte de los comunistas y socialistas integrados» o la represión y la marginación. Se incluye también en este punto el acorazamiento personal respecto al trabajo en la comuna, ya que en los deberes entra «desde saber hacer un gallinero hasta limpiar el W.C.».
-Igualdad en las relaciones e igualdad sexual. Por un lado, «no deben existir líderes»; por otro, hubo comunas que intentaron llevar a la práctica «la superación de la pareja» en busca de una ruptura radical y «práctica» como «algo necesario para la libertad individual», ya que la pareja «es siempre un centro de poder» en las comunas.
-Caja común. Muchos grupos comuneros ahorraron durante bastante tiempo hasta haber conseguido lo suficiente para establecerse en una casa en el campo o en la ciudad. La sostenibilidad económica de la comuna tendrá que ver en buena parte con el lugar donde se ubique.
El campo permite contemplarla como «pequeña célula autosuficiente», mientras que en la ciudad «varios compañeros deberán realizar trabajos externos». Sin embargo, se llegó a estudiar la posibilidad de erigir cooperativas urbanas de consumo que estuviesen coordinadas con las comunas rurales. En cuanto al dinero, es importante «colectivizarlo progresivamente» hasta llegar a constituir en una caja común, aunque al principio puede ser útil el reparto en sobres.
-Rotación de trabajos y trabajos colectivos. Ribas no peca de ingenuo y sabe que no someter el dinero y el trabajo a reglas o turnos son «soluciones más bien utópicas». «Los turnos –dice– no tienen que ser estanilistas o dragonianos, sino elásticos, según aptitudes-necesidades de cada uno y pueden variar en la misma medida que los estados anímicos de los individuos cambian o se alteran».
Resultaban pertinentes algunas directrices porque, como escribió Ribas, en España no teníamos «experiencia ni práctica acumulada» en estos menesteres. Todo estaba por hacer. La pregunta es: ¿se hizo? Con el aperturismo económico de los años 60 seguido por la entrada en la UE, la OTAN (y en la globalización) en los años de Transición, surgen distintos fenómenos contraculturales y subculturales que desembocan en el más conocido: la Movida.
Pepe Ribas ya veía venir de lejos la postmodernidad y advertía en su libro que «la rock-generation ha provocado una alegría y unos modos de vida marchosos que han suavizado aparentemente la dureza del sistema, han despistado a muchos hombres que creyeron en la alternativa. Pero la verdad es muy otra, el sistema está recrudeciendo su autoridad en todos los rincones».
En la actualidad, el ácrata ha quedado lamentablemente caricaturizado y si entonces estas experiencias radicales resultaban irreverentes, ahora son directamente tomadas a broma. Quedarán, por supuesto, comunas (ahí está Benefinio, la más grande de España, en la Alpujarra granadina, terreno fértil para comunas desde los 70), pero las formas de vida alternativa han evolucionado y, en cierta manera, se han desideologizado si las observamos desde los esquemas políticos de antaño; no obstante, si viramos a este siglo, vemos en la acción el mayor compromiso político.
En este sentido, la literatura sigue brindándonos entre sus novedades perspectivas que rondan la idea de vidas alternativas. Una se quiere lanzar a vivir al campo cuando lee El prado de Rosinka (Impedimenta, 2017), de Gudrun Pausewang, y se pregunta cuán mayor sería la dificultad de afrontar ese éxodo: si entonces, en los años 20, cuando la técnica estaba mucho menos avanzada y eso dificultaba cualquier trabajo y la vida en general (desde la falta de materiales para calentar la casa hasta instrumentos para trabajar la tierra), o ahora, que dependemos tanto de la tecnología que nos incapacita para vislumbrar una vida sin ella y sus ventajas, o distracciones.
Elfriede y su marido deciden irse en la veintena a un terreno, en principio yermo, en los Sudetes. Sustancialmente marcados por su experiencia en el movimiento de los Wandervogel, una corriente juvenil que defendía una «vuelta a la naturaleza» nacida del «rechazo que sentía la juventud con respecto a la falsedad y a la fachada engañosa de la burguesía».
Llegó a extenderse en poco tiempo por Alemania, Austria y las zonas germanófonas de lo que más tarde sería Checoslovaquia. Hoy podría entenderse como una especie de movimiento scout, ya que sus actividades no eran más radicales que hacer excursiones por el campo y dormir sobre heno, cantar en torno a una hoguera al aire libre o vestir de manera sobria.
Eso sí, con la prohibición de fumar o beber alcohol, entendidos estos como vicios propios de la vida burguesa. Ahora puede parecer algo no más extraño que los escolares que excursionan con pañoleta al cuello, pero entonces que una chica «hiperprotegida» de familia rica se pusiese un delantal de lino y unas botas y se alejase de reuniones en sociedad para atravesar valles y montañas conmocionaba y sobre todo molestaba.
Podría decirse que esta filosofía en pro de una vida simple y antiburguesa es política en sí misma, pero es paradójico lo poco influyente que resulta, ya que, entonces y ahora, la política se hace en las ciudades. Al esquivar el modo de vida capitalista y refugiarse en la naturaleza, estos jóvenes también dejaban de lado la vida política activa. Huían en lugar de enfrentarse a ella.
La autora, de hecho, llega a afirmar que «si la reacción de los jóvenes de entonces hubiese adoptado un cariz político, los nazis habrían tenido poquísimas posibilidades de llegar al poder». La II Guerra Mundial les sorprendió regando el huerto (algo parecido ocurre con la protagonista de Tú no eres como otras madres, de Angelika Schrobsdorff, esta vez en relación a la libertad sexual).
De acciones políticas muy concretas nos habla Cyril Dion en su libro Mañana. Una revolución en marcha (publicado en 2017 por Errata Naturae, editorial de referencia en libros salvajes; véase Un año en los bosques o Las riquezas verdaderas).
El escritor y cineasta recorre buena parte de la geografía mundial para indagar en las soluciones que distintos países, ciudades y aldeas están implementando para trabajar por un sistema económico más justo y por un modelo energético y alimenticio sostenible, que pasa además por mejoras del sistema democrático, aunque esa es otra historia bien larga. Inspira el ejemplo de Detroit, que acumula alrededor de 1.600 granjas y huertos urbanos.
De acuerdo con Ashley Atkinson, una de las codirectoras de la organización, «su objetivo consiste en crear una ciudad que tenga una auténtica soberanía alimentaria, en la que la mayoría de frutas y verduras que consuman los habitantes de Detroit se cultiven dentro de los límites de la ciudad, por los habitantes y para los habitantes». Sobrecoge, por otra parte, que el índice de energías renovables alcance el 87% en Islandia (la geotermia, un 69% de este porcentaje, garantiza el 90% de la calefacción [colectiva] del país).
En un viaje a Francia constató cómo Pocheco, fábrica francesa de sobres, planta cuatro árboles cada vez que tala uno. Desde el principio, la directiva (formada por tres hombres y tres mujeres) optó por dotar a sus empleados de una «autonomía máxima», con diferencias de sueldo de 1 a 4 «frente a las de 1 a 100 que hay, de media, en las empresas francesas» y con reinversión de los beneficios en la empresa; incluso han convertido el techo de la fábrica en paneles fotovoltaicos.
Es más, al triturar las antiguas tejas, obtuvieron el sustrato de la cubierta vegetal para fabricar colmenas que hoy producen 200 kilos de miel al año.
Y ojo al WIR, «una moneda sin intereses que los empresarios pueden usar entre ellos para sostener sus respectivas actividades». Nacida en Suiza a raíz de la crisis de 1929, actualmente 60.000 pymes suizas la utilizan, es decir, más del 20% de las empresas del país.
Funciona así: un carpintero necesita unas sierras especiales y, en lugar de comprarlas con francos, gasta sus WIR en el material de un productor que trabaje con esta misma moneda. Este productor de sierras decide ir a esquiar y busca qué hotel aceptaría sus WIR. Allí podrá pagar el 50, el 80 o incluso el 100% del coste en WIR. A su vez, el hotelero necesita pintar sus habitaciones y busca a un pintor que trabaje con su misma moneda. Y ya está. Tan fácil que parece imposible.