Comencemos con una verdad: todos los escritores escriben lo que les viene en gana. Y entremos en detalle: hay escritores libres y escritores libérrimos. A estos últimos pertenece Mircea Cartarescu. Uno tiene la sensación de que sólo con un dominio total del vocabulario, con una aplicación virtuosa del ritmo, con la entrega absoluta en cada frase, se puede escribir lo que sea —de verdad, lo que sea— sin caer en el patetismo, la pedantería o el ridículo. Eso ocurre con el libro del bucarestino, del que intentaré hablar sin destripar nada. Ese asombro infantil que acomete al lector es parte de su encanto. Porque Solenoide se pone intenso, muy intenso. En sus 800 páginas caben sueños, divagaciones existenciales, alucinaciones, semblanzas, lecciones de matemática y mundos paralelos, y todo ello lo sostienen, además del papel, una ciudad y un hombre. La ciudad es el tristísimo Bucarest comunista, y el hombre es, o no es, o quizás sea —no lo sé ni lo sabe él mismo— el propio Cartarescu. Hay aquí un juego de espejos, propio de la obra cartaresquiana, en el que el autor y su reflejo ficticio se entremezclan. Un problema añadido es que él tampoco sabe mirar su vida con otros ojos que los del literato, ni es capaz, como digo, de distinguir entre lo inventado, lo vivido, lo imaginado, lo anhelado. No es nada que nos deba sorprender, porque ese problema lo tenemos todos: mírense al espejo, o al espejo deformado de su propia memoria, y me cuentan. Dicen las lenguas desatadas que pocos de los críticos que han reseñado Solenoide se han leído el libro. Todo el libro, digo. Y hay que tener en cuenta que a esta novela le han llovido los premios. ¿Cómo una obra como esta, sembrada de pasajes geniales, de narraciones alucinadas, de viajes insólitos, ha acabado con la paciencia de avezados lectores? En primer lugar, porque a esos lectores no les da el día ni la semana ni el mes para leer tanta novedad. El mercado editorial está desatado, no dejan de aparecer libros esenciales, impostergables, definitivos. En segundo lugar, se entiende esta impaciencia o descreimiento porque este es un libro grande, enorme, tan desmesurado que junto a sus muchas virtudes brotan, como malas hierbas, párrafos, incluso capítulos, que parecen no ir a ninguna parte. No es que esta sea una historia lineal, ni esperamos eso de ella. Pero tampoco podemos aceptarlo todo. La novela como género es una paella, y hay malas novelas como hay chiringuitos cutres. En el caso que nos ocupa, las malas hierbas son como esas manchitas del ojo que estropean una puesta de sol: molestias sin importancia. Más de una vez he levantado la vista, con el libro abierto, manoteando el aire oscuro de mi cabeza, tratando de encontrar la causa de un deleite extraordinario. Pocas veces me ocurre. Creo que, al igual que ocurre con la creación poética, el vínculo con un libro leído, el motivo por el que ese libro nos sigue hablando tras cerrar sus tapas, consiste en una imagen, un pensamiento, una idea; la perla o prisma que engloba y muta el mundo; el momento en el que todo se olvida, todo se vacía para abarcar un detalle, una anécdota en la que todo, en fin, se resume y recuerda. (Lo mismo ocurre con una canción, una película, una pintura, un amor, un trauma). Solenoide contiene varias, y todas ellas consiguen, además, entrelazarse, replicarse, ir de la mano, lejos la una de la otra, como notas de un mismo acorde. Nada de este entusiasmo —que espero haberles transmitido— habría sido posible sin la traducción imposible de Marian Ochoa de Eribe, quien de principio a fin logra que leamos rumano en español, o español con acento del este; no sé cómo decirlo sin que parezca una perogrullada. De aquí se sale con ganas de seguir leyendo a Cartarescu y más sabiendo, como he sabido luego, que todos sus libros cuentan, de manera más o menos velada, las mismas historias, la misma música.