Esta animadversión temporal es porque parece que cualquier historia se puede lograr encajar, la mayoría de las veces con poca fortuna, en esas épocas. Sin embargo, de tanto en tanto, algunos libros cuentan historias que aunque estén enmarcadas en esos periodos bélicos son tan subyugantes, están tan maravillosamente descritas y relatan circunstancias con tanta originalidad que el entorno del relato termina siendo algo anecdótico.
Esta circunstancia se da en libros como Der Vorleser (El lector) de Bernhard Schlink, aunque solo en su primera parte, ya que la segunda se sumerge de lleno en los Juicios de Nürnberg (no puedo dejar de comentar, por su peculiaridad, que la adaptación al cine de 2008 merece mucho la pena), Schachnovelle (Novela de ajedrez) de Stefan Zweig, donde una partida de ajedrez a bordo de un barco camino de Buenos Aires sirve como metáfora del contexto histórico de la Segunda Guerra Mundial circunscrito a la confrontación de ideales, o Slaughterhouse Five (Matadero cinco) de Kurt Vonnegut que si bien la trama tiene como motor principal el bombardeo de Dresden, la subrealista historia antibélica se sobrepone a su contexto histórico.
La última de estas historias con la que me he topado ha sido Deutschstunde (Lección de alemán) de Siegfried Lenz en la que «el deber» toma las riendas del relato de Siggi y nos configura un recuerdo desde su infancia hasta su prisión donde recicla su memoria por medio de la escritura. Como dice Marta Sanz en su reseña de Babelia, Lección de alemán más allá de un relato de la vida de un pueblo del norte de alemania durante la Segunda Guerra Mundial, «es un canto de confianza hacia el arte y la literatura como cauces de reflexión ideológica».
Porque sí, la historia transcurre durante la guerra, pero no es más que un marco donde configurar una disertación sobre la libertad artística, su censura, el deber y la cerrazón. Un joven, hijo de un jefe de la policía local afecto al régimen y con duras convicciones sobre el deber, el honor, y bla, bla, bla (inclúyase la retahíla de virtudes presuntamente elevadas que se desee), encuentra a través de la compañía de su vecino, un pintor famoso y subversivo, la válvula de escape a su agobiante realidad y convierte el arte y la belleza en su pasión. Esta pasión que no termina sabiendo manejar, supera su voluntad y hace que las circunstancias conviertan un hecho anecdótico en un aparente un acto criminal que le lleva a cumplir condena en un reformatorio juvenil. Allí un castigo se convierte en su obsesión y redacta la historia de cómo acabó allí por la profunda obsesión del deber que tenía su padre.
Con Lección de alemán uno tiene la sensación de estar leyendo una novela magníficamente escrita, con una sutileza y cuidado en cada palabra y un mimo a la narración que supera a la historia propiamente dicha (y, hay que añadir, perfectamente editada en España por Impedimenta). Esta historia, tan original como oscura, nos sumerge en el mundo de los paisajes lluviosos y rudos del norte de Alemania que acompañan continuamente la lectura y hacen que la historia sea húmeda, oscura y, hasta cierto punto, dickensiana. Los personajes sobreviven a la pobreza que les rodea y a la situación social, y se configuran como seres virtuosos en sus respectivos ámbitos (desde el desertor hijo rebelde hasta los mineros de turba continuamente mojados). Y, sobre todo, nos va dando toquecitos en nuestra conciencia haciéndonos disertar sobre la moralidad mal entendida, la belleza del proceso artístico más allá del arte en sí, la educación (escolar y familiar), las relaciones familiares y los procesos sociales. Como dice en sus páginas «la sociedad siempre ha sido desafiada, amenazada, o subvertida por el aquel que es diferente, y por ese motivo dedica a estos sujetos todo su interés y su desconfianza, y hasta los persigue con odio». Odio. Eso que nos sobra.