La historia arranca en Venecia, pero se desarrolla, a través de los años, fundamentalmente en París. Abandonada por su adúltero esposo, a quien ella también engañaba, Bonnie y su hija Flor –primero, adolescente difícil; luego, joven casada en crisis– arrastran su desarraigo, su culpa, su constante batalla y sus respectivos y progresivos deterioros. Completan el elenco básico, George, primo de Flor, tenido por monstruo desde su infancia y de presencia intermitente, y Bob, el enamorado marido de Flor, que no logrará evitar la necesidad de asistencia psiquiátrica de su esposa.
En Agua verde, cielo verde (Impedimenta), con traducción de Miguel Ros González, pesa el borrascoso pasado en Nueva York de Bonnie y Flor, los accidentes de sus respectivas vidas matrimonial y familiar –la ausencia traumática del marido y padre– y pesa, con sus opresivas exigencias, la pertenencia a un clan, los burgueses Fairlie, cuya densa sombra no caduca con el tiempo.
Una vida cosmopolita –Cannes, también–y de frágil e inestable desahogo en nada mejora –al contrario– la errante trayectoria de madre e hija, que se aman y se odian y expanden su maligno cóctel a su alrededor, afilando con el cinismo su brillante capacidad de hacer y hacerse daño con virulencia y someros arrepentimientos. Inseparables.
El lector español ha podido tener acceso con anterioridad a Los sucesos de mayo. París, 1968 (Alba) –las directas impresiones de Gallant sobre los revolucionarios acontecimientos de hace cincuenta años– y también a Cuentos (Lumen), una selección de treinta y cinco relatos de la autora. Los relatos breves fueron la especialidad de Mavis Gallant, que publicó más de cien en The New Yorker.
Quizás sea algo que se advierte en Agua verde, cielo verde, novela que fluye sin prisas, con mucha dedicación a los ambientes y a la construcción de lo psicológico, y en la que, sin fragmentar ni perder el hilo del relato, Gallant redondea no pocas escenas como si se trataran de lo que en cine se conoce como set pieces, esto es, escenas que alcanzan, por el empeño y lo medios puestos en su acabado, una notable autonomía.
Feroz en determinadas observaciones, agudísima en los diálogos y con un humor que rara vez esconde su condición de despiadado, Mavis Gallant parece sentir hacia sus personajes el mismo amor y el mismo resentimiento que ellos se prodigan entre sí, el amor y el resentimiento que ella pudo sentir por su experiencia biográfica: no tuvo noticia puntual de la muerte de su padre y su madre –casada en segundas nupcias– la recluyó desde niña en una infinidad de internados. Su propio y prematuro –a los veinte años– matrimonio apenas duró un lustro y, como su Bonnie, y tras una breve estancia en España, se instaló en París.
Cuando Flor acude ya a una psiquiatra, le escribe una carta con toda la intención de romper con ella: “¿Cómo puede ayudarme? –escribió–. Más de una vez me he sentido asqueada por el olor de sus vestidos y sus dientes podridos. Si en seis meses no ha sido capaz de llevar su ropa a la tintorería o de ir a un dentista, ¿cómo puede ayudarme? ¿Puede convencerme de que no me va a atropellar un coche cuando me baje de la acera? ¿Puede convencerme de que en la acera estaré sana y salva?”.
Obviamente, cuando Flor escribe esa carta ya ha iniciado su caída. Sea como sea la doctora Linnetti –“una cerda disfrazada de persona entrañable”, según definición de su madre–, las opiniones de Flor y de Bonnie sobre casi todo son un reflejo de su propia toxicidad. La novela, desde luego, pinta un amplio mosaico de las relaciones tóxicas, acaso derivadas de heridas sin cicatrizar.
Manuel Hidalgo