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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Maurice Dekobra, el escritor cosmopolita

Maurice Dekobra fue un viajero incansable, un bon vivant cosmopolita, periodista aventurero y escritor de inmenso éxito mundial que vendió 90 millones de ejemplares. Incluso el New York Times lo presentaba como «el escritor francés vivo (y muerto) más leído».

No se llamaba Maurice Dekobra, sino Tessier, Ernest Maurice Charles Tessier. Lo de Dekobra surgió en 1908, cuando ejercía lo que entonces se llamaba «reporter» y una vidente africana predijo que si en su hombre había dos cobras escondidas entonces alcanzaría la gloria. Eso sí, para mantener la fortuna, advirtió la adivina, debía llevar siempre una máscara puesta. Y así, con estas revelaciones crípticas, surgió «Dekobra», conjunción de «Deux cobras», dos cobras en francés. Y también emergió una máscara, o al menos una personalidad y biografía que sustituiría a su verdadera identidad, mucho más banal y aburrida.

El nuevo Maurice Dekobra se revistió de los atributos más excitantes: se convirtió en viajero incansable, cosmopolita, periodista aventurero y escritor de inmenso éxito mundial que vendió 90 millones de ejemplares y cuyos libros se tradujeron a 32 idiomas. Su novela La Madona de los coches cama tiene el honor de ser el primer gran bestseller del siglo XX (la publicidad alardeaba que «la había leído toda Europa») y se dice que cuando firmó una de sus novelas en el Waldorf-Astoria de Nueva York se congregaron tantos admiradores frente al edificio que la cola alcanzó los seis kilómetros. En 1928, el New York Times lo presentaba como «el escritor francés vivo (y muerto) más leído».

Pero no sólo sus libros atrajeron fama mundial. Dekobra fue una de las primeras «celebrities», un auténtico bon vivant cuyo estilo de vida fue publicitado tanto como su obra. La prensa mundial especulaba constantemente con el monto real de su fortuna y, The Sphere, el periódico del Imperio Británico, le dedicaría largos reportajes e incluso publicó fotos de su apartamento en París, considerado como exponente de la «decoración moderna de interiores».

En el fondo, Dekobra se convirtió en el mejor de sus personajes: se movió en las altas esferas envuelto en lujo, viajó por todo el mundo atrayendo a un sinfín mujeres (se le relacionó con la mismísima Rita Hayworth) y vivió apasionantes peripecias en una era, la del jazz, elegante, frívola y que pronto tocaría a su fin. Fue una mezcla de Gran Gatsby y James Bond, e incluso se dice que fue la inspiración para el Tintín de Hergé.

La época de esplendor antes de la tragedia

Aunque de orígenes humildes (su padre era un representante de seda y su madre, profesora de música), Maurice Debroka tuvo la suerte de ser joven en los alocados y rompedores años veinte. Nació en París en 1885 y a los diecinueve años ya era periodista, entonces una profesión en ciernes pero que le permitió recorrer el mundo. Acabaría trabajando para Le matin, uno de los cuatro diarios franceses más importantes entonces y allí entrevistaría a personalidades como Rockefeller o Thomas Edison.

También fue entonces cuando se familiarizó con una nueva técnica periodística que causaba furor: el «reportaje», más extenso y profundo que las tradicionales noticias y basado en las observación directa de los hechos. Aunque los orígenes se pueden remontar a muchos siglos atrás, el «reportaje» en la acepción moderna del término apareció en la segunda mitad del siglo XIX: el 20 de agosto de 1852, el New York Tribune, entonces el principal diario de Estados Unidos, publicaba un reportaje escrito por Horace Greeley centrado en Brigham Young, que se definía a sí mismo como «Segundo Profeta Vidente y Revelador» y «Presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días». En 1880 en el periódico británico «Pall Mall Gazzette» aparece un reportaje basado en una exhaustiva investigación periodística sobre la trata de blanca en Londres. En Estados Unidos periodistas fueron enviados a cubrir la Guerra de Secesión desde el terreno y en Europa se narró desde las trincheras tanto la guerra de Crimea (1853-1856) como la campaña de Italia (1858-1860).

En los años veinte, los reportajes son tan demandados por el público que incluso comienzan a publicarse como libros: son lo que en Francia se denominaron «grands reportages» y algunos periodistas de prestigio, como el distinguidísimo Albert Londres, padre del periodismo de investigación y de denuncia, o el también destacado Henri Béraud optaron por la vía literaria.

Pronto las editoriales sacaron rédito del tirón: en Francia, Gilbert Baudinière inauguraba la colección Toute la terre, las ediciones de la Nouvelle Revue establecían la serie La vie d’aujourd’hui (la vida de hoy) y las prestigiosas Grasset y Gallimard apostaban por libros similares.

Al interés por temas en profundidad se unía el auge de la «literatura de viajes» y el interés por lugares exóticos, largos viajes en tren y culturas diferentes. La alta sociedad se podía ahora mover con gran facilidad por el mundo y las masas querían conocer esos mundos a los que sólo tendrían acceso a través de las páginas de un libro. Era la época de la inauguración de los grandes hoteles de lujo (el Adlon de Berlín en 1907 y el Bristol en Viena en 1892) y, sobre todo, eran los años del Orient Express, aquel tren mítico que fue sinónimo del más suntuoso lujo sobre raíles.

No es de extrañar que un libro como Muerte en Venecia, de Thomas Mann, surgiese en aquel momento (en 1912) y que tuviese como telón de fondo un lujoso hotel. También eran los años de Jack London y su pasión por las tierras inhóspitas y animales salvajes que inmortalizó en Colmillo Salvaje (1906) y La llamada de lo salvaje (1903). En el 1928, Maurice Constantic-Weyers ganaba el prestigioso Goncourt con Un Homme se penche sur son passé , ambientada en Canadá. Viaje a Oxiana, en donde Robert Byron narra un viaje de Venecia a la India, centrándose sobre todo en Persia y Afganistán, aparecería unos años más tarde, en 1937.

Maurice Dekobra no fue ajeno a todo este torbellino de influencias y referencias. Y a muchas otras que pululaban en aquel gran París del período de entreguerras y que aún encarnaba la esencia de la Belle èpoque. Estaba el interés en la psicología freudiana que tan bien reflejaron en 1928 el Nadja de André Breton y el «Belle de Jour» de Joseph Kessel, está última centrada en la represión de la sexualidad femenina. Estaba también el estudio literario de mujeres liberadas, retratado en una novela, entonces considerada sumamente provocativa, titulada «La Garçonne», de Victor Marguerite (1922).

Las denominadas «novelas cosmopolitas»

Sobre todo, Maurice Dekobra se dejó fascinar por la fórmula literaria que había catapultado a la fama a los dos escritores franceses de best-sellers del momento: Pierre Benoît y Paul Morand. Ambos eran dandies, puros snobs, venían de familias acaudaladas y sentían simpatía por los nazis. Benoît era un admirador del político de extrema derecha, profundamente antisemita, Charles Maurras. Morand, diplomático de carrera, también era antisemita y no tuvo reparo alguno en ser funcionario del gobierno de Vichy.

Las novelas, sobre todo las de Morand, son una continua alabanza de los burgueses millonarios y el «Gotha», la realeza, aristocracia y alta nobleza; una oda a paisajes irresistibles y detalles elegantes rescatados del olvido; y también un reportaje de alta política, intrigas internacionales y análisis geoestratégicos.

Dekobra apostará por esta suma de elementos: protagonistas de las altas esferas, viajes lujosos, paisajes exóticos y política internacional. Le añadirá psicoanálisis y mujeres liberadas sexualmente. Todo ello escrito de una manera rica y elegante, incluso suntuosa, pero perfectamente digerible por las masas.

Dekobra apostará por una fórmula que pronto se conocerá como «dekobrismo»: mezclar personajes de la alta sociedad con viajes lujosos, paisajes exóticos y política internacional. Todo ello escrito de una manera rica y elegante.

El resultado era lo que él bautizó, con absoluta pomposidad, como «la novela cosmopolita», de quien se consideraba el padre creador y mayor exponente, aunque algún crítico literario, con manifiesta mala leche, le tildó de «Morand des midinettes», algo así como «el Morand de las jovencitas». Algo que, comprensiblemente, a Dekobra le cabreaba enormemente. Sus novelas, él mismo lo reconocería, no se iban a situar en la órbita de las de Anatole France, Bourge y Barrès, destinadas a un público selecto; él se dirigía al gran público, pero con dignidad literaria. De hecho, detestaba las fruslerías, niñerías y cursilerías mal escritas que poblaban las revistas femeninas.

Tan famosas serían sus novelas que pronto la mezcla entre reporterismo e intriga entre la alta sociedad comenzó a ser conocido como «dekrobismo» e incluso se inventó un adjetivo, «dekobrista», para definir cualquier novela de estas características.

La Madona de los coches cama

La Madona de los coches cama es seguramente la novela más famosa de Dekobra. El título original incluida esa coletilla de «novela cosmopolita» como subtítulo. Publicada en 1925 por las «Editions Baudinière» de París, en ella, se narran las peripecias del francés Gérard Dextrier, conocido como el príncipe Séliman, un miembro de la jet set venido a menos que acaba trabajando como secretario particular de Lady Diana Wynham, una espléndida y glamurosa viuda ciertamente liberal, con una animada vida sexual que escandaliza a la alta sociedad británica. El príncipe Séliman emprenderá un viaje en tren con destino a Georgia para defender los intereses de su superiora, a quien su difunto esposo, embajador del Reino Unido en San Petersburgo en los tiempos del zar Nicolás II, ha dejado en herencia unos pozos petrolíferos que ahora la podrían sacar de la ruina. Pero los campos han sido confiscados por los bolcheviques y conseguirlos no será tan fácil como podría parecer. Séliman toma el lujoso Orient Express en un periplo que le lleva a Berlín, Viena, Budapest, Brasov, Bucarest, Constanza y finalmente Constantinopla, donde tomará un barco que le llevará a Batumi, en Georgia, y de ahí partirá para la remota ciudad costera de Nikolaïa. En el viaje se cruzará con espías soviéticos, conocerá a Irina Mouranieff, «la marquesa de Sade de la Rusia roja», vivirá tórridas noches de amor e intentará solventar miles de dificultades, entre ellas, la de tomar un desayuno decente a la altura de su rango y posición.

En conjunto, es una novela trepidante y exquisita, elegantemente escrita, poblada de mujeres fascinantes, espías soviéticos, caballeros de la vieja escuela, intrigas geoestratégicas y tramas mundiales que te transporta a una era donde el mundo lo surcaba el Orient Express. Una novela con sabor a té de las cinco, cócteles continuos, vodka y caviar ruso.

Una novela que, como decíamos antes, fue tan famosa que se decía que toda Europa la había leído. Aunque no todo el mundo fue tan entusiasta: en Boston la llegaron a prohibir por inmoral. La adaptación cinematográfica llegó pronto y contribuyó a acrecentar, aún más, la fama del libro: en 1927 el director Marco de Gastyne la llevaba al cine con Claude France como Lady Diana Wyndham y Olaf Fjord como el Príncipe Séliman. (En 1955 se haría otra película, esta vez con guión del mismísimo Dekobra).

La novela, que ahora publica Impedimenta en una edición muy cuidada, inauguraba varios géneros: era la primera novela que tenía como gran protagonista el Orient Express (de hecho, era la primera novela donde un tren tiene un protagonismo destacable). Agatha Christie no publicaría El misterio del tren azul hasta 1928 y el archifamoso Asesinato en el Orient Express no llegaría hasta 1934. El tren de Estambul, que lanzó a la fama internacional a Graham Greene y que también habla del Orient Express, apareció en 1932.

También se dice que La madona de los coches cama inicia las novelas de espías y, hasta cierto punto, es cierto. «Ashenden o el agente secreto», de W. Somerset Maugham, considerado el primer relato de espías moderno, fue publicado en 1928, tres años más tarde que la novela de Dekobra. La cuestión aquí, claro, es sí La Madona… es una novela de espías. O lo que se entiende por una novela de espías al uso. Porque, aunque salen espías por doquier, el protagonista principal no lo es.

Lo que sí que tiene es una trama bien trabada, con giros inesperados y personajes que no son lo que parecen a primera vista. En conjunto, parece una mezcla entre James Bond y las obras de P.G. Wodehouse, aderezada con un lujoso tren, un yate en el Mediterráneo, un castillo escocés, una cárcel y fiestas a lo Gran Gatsby mientras los protagonistas surcan Europa y se sumergen en la Rusia que acaba de vivir la Revolución y comienza a estar bajo el dominio soviético.

Aunque llegó a ser «la novela más leída de Europa», se dejó de publicar en 1948. Dekobra seguiría publicando libros (lady Diana Wynham sería protagonista de otras obras), traduciría al francés obras de Defoe y Jack London, y se dejaría seducir por el cine, escribiendo y adaptando guiones para directores franceses y luego en Hollywood. América le ofrecía un glamour que en Europa estaba desapareciendo y en la meca del cine se codeó con Errol Flynn, Marlene Dietrich y Charlie Chaplin. Más de quince de sus novelas serían llevadas a la gran pantalla.

Viajó por todo el mundo: fue a la India, Japón, Turquía, Paquistán, y fue uno de los primeros occidentales en pisar Nepal. En 1951, consiguió, por fin, un reconocimiento en forma literario: le otorgaron el «Prix du Quai des Orfèvres» a la mejor novela policíaca o detectivesca por su libro Operation Magali.

Cuando murió, en 1973, su estela ya se había apagado y pocos eran ya los que se acordaban de aquel hombre que llegó a lo más alto de la fama y que, poco a poco, se fue marchitando. Recuperar su obra más famosa, como hace Impedimenta, es la mejor memoria de rescatarlo del olvido.