En poco menos de 130 páginas condesa todo lo que se le puede pedir a un buen libro de este género: personajes complejos –tan llenos de matices, tan profundamente explorados a nivel psicológico, que no puedo más que admirar a la autora–; una historia en constante movimiento, que avanza casi a cada párrafo, con giros tan irónicos y al mismo tiempo tan naturales que nos parece que las cosas no podrían ir de otra manera… La cuidada y pertinente edición de Impedimenta, por cierto, también es digna de destacarse.
¿De qué va este libro de la gran Edith Wharton (Nueva York, 1862-Saint-Brice-sous-Forêt, Francia, 1937)? Es tan breve que casi no quisiera detenerme en eso. Por lo que sólo diré que la historia comienza cuando Charlott Lovell, próxima a casarse con Joe Ralston, miembro de una de las familias más prominentes de la Nueva York de 1850, le revela a su prima Delia Ralston un secreto que no sólo pone en riesgo su boda, sino que hace tambalear todos los códigos morales y sociales bajo los que ambas han crecido. Con este argumento, Wharton nos entrega a una solterona que nos da varias sorpresas desde el principio: en manos de esta escritora nada queda reducido al estereotipo. La novela es así un valiente (no olvidemos que se publicó hace casi cien años) y por demás vigente cuestionamiento del matrimonio y la maternidad, ese corsé con que nos han ceñido a las mujeres desde hace siglos: «Y a continuación, los bebés; los bebés que se suponía que ‘lo compensaban todo’, pero que resultaba no ser así… por más que fuesen criaturas entrañables. Una seguía sin saber exactamente qué se había perdido o qué era aquello que los hijos compensaban» (p. 16), piensa en las primeras páginas la perspicaz Delia Ralston, acaso la verdadera protagonista de la novela.
Wharton es una especialista en poner a sus personajes ante situaciones que los llevan –y a nosotros los lectores juntos con ellos– a poner en duda los convencionalismos y en ocasiones a desafiarlos. Así lo hizo en su elogiada novela La edad de la inocencia (1920), ganadora del Pulitzer en 1921 y llevada al cine por Martin Scorsese en 1993. Particularmente, la autora, quien fue por mucho una mujer adelantada a su época, indaga a través de sus personajes en las opciones de las mujeres de su tiempo, consiente, como sus protagonistas, de que “la tolerancia social no medía a hombres y mujeres por el mismo rasero”.
La solterona es, pues, una novela densa, compacta, a la que nada le falta y nada le sobra: de manera admirable nunca se torna floja, pese a la obsesión costumbrista de la autora de describir a detalle la ropa y el mobiliario de sus personajes. Una novela que no deja de hablarnos de los códigos morales y sociales, muchas veces tan absurdos, que nos ciñen especialmente a las mujeres, y en la necesidad de romperlos. Hacía tiempo que no leía una novela que me emocionara tanto.