Siempre me han gustado las ediciones de Impedimenta, no solo porque son preciosas, están muy bien anotadas y las cuidan con mucho mimo, sino porque además nos acercan obras de origen muy diverso. En su catálogo no hay solo británicos y estadounidenses; apuestan fuerte por la literatura europea (mención especial a Europa del Este, he de decir), Canadá, Japón o, como en este caso, incluso Australia. De hecho, Joan Lindsay supuso un hito en la literatura de su país a mediados del siglo XX, y Picnic en Hanging Rock se considera obra de culto. Aunque ni la autora ni la editorial que la trajo a España trabajan específicamente la literatura de género fantástico, ha sido un placer poder leer y reseñar para La Nave esta historia de corte gótico que, por una vez, se desarrolla bajo el potente sol australiano en vez de en la siniestra campiña inglesa.
De todas formas, no sería correcto clasificar esta novela como historia de fantasmas o de “casas encantadas” (aunque Hanging Rock se presenta sin lugar a dudas como un sitio peculiar). Lo que hace Lindsay a lo largo de toda la obra es crear desasosiego, sin más. Parte de la leyenda urbana nace de la ambigüedad con la que ella siempre respondió cuando le preguntaban si lo narrado aquí está basado en hechos reales o no. Bien podría estarlo, y ese es el quid de la cuestión: basta hallarse ante un caso sin resolver, rodeado de circunstancias extrañas, para que la imaginación de la gente se dispare y dé forma a un misterio extraordinario.
Picnic en Hanging Rock arranca la mañana de San Valentín de 1900, cuando un grupo de alumnas internas del Colegio Appleyard se prepara para salir de excursión a Hanging Rock, una formación volcánica real que ya en época victoriana era un importante enclave turístico de la zona. Como el Colegio Appleyard, de rancia disciplina inglesa, es una vieja mansión perdida en medio del campo y las muchachas no tienen prácticamente contacto con nada ni con nadie ajeno a la escuela, están muy emocionadas ante la perspectiva del picnic. Sin embargo, una vez allí, empiezan a darse una serie de contratiempos: los relojes se han parado misteriosamente a las 12 y les han hecho perder la noción del tiempo; tres de las alumnas de último curso se empeñan en ir a explorar las rocas y una maestra, adormilada, se lo permite; el calor de la tarde hace que un intenso sopor caiga sobre el grupo y la mayoría se duerma. Hasta que de repente vuelven en sí, las chicas mayores no están por ninguna parte y una de las niñas más pequeñas que las había acompañado a explorar aparece de golpe corriendo y chillando en pleno ataque de histeria. Porque algo ha ocurrido, pero el shock no le permite ni pensar.
De ese modo, las muchachas Miranda, Irma Leopold y Marion Quade, así como la profesora de matemáticas, Greta McCraw, la única que se había quedado despierta durante la siesta, desaparecen sin dejar rastro y, por más que peinan la zona, no consiguen encontrar la más mínima pista.
A partir de ese momento, la trama se va tejiendo en torno a las repercusiones que este suceso tiene en las vidas de los distintos personajes, ya sea directa o indirectamente. Para unos supone una herida que no sanará jamás o un particular descenso a los infiernos; para otros, será el punto de inflexión a partir del que sus condiciones mejorarán ostensiblemente. En este puzle juega un papel vital también el baile de fatales coincidencias: una inoportuna decisión que impidió que dos personas se encontraran (y propició el encuentro de otras), una inocente ocurrencia que borró de un plumazo toda una línea de investigación, un pequeño descuido que desembocó en una catástrofe… Pero la auténtica magia está en la forma de narrar de Lindsay: ese narrador omnisciente que nos cuenta la historia casi a modo de crónica, saltando de la cabeza de un personaje a otro, pero mostrándonos solo los pedazos de información que le interesan y ciñéndose al mismo tiempo a los sesgos personales de cada uno. O, más importante aún, a su condición mental.
Sirviéndose de esta técnica, todo empieza a parecer poco fiable. Cada vez que la señora Appleyard se bebe un vaso de brandy y dice que «ahora lo ve todo con claridad», intuyes que la directora del colegio se está alcoholizando por la presión y tiene la cabeza de todo menos despejada. Cuando Mike decide ir a la roca por su cuenta a buscar a las chicas, intuyes que todo lo que vive allí es fruto de la insolación y del agotamiento. Pero no sabes con seguridad qué hay detrás de las cosas que se insinúan, ni de esos pequeños detalles, en principio arbitrarios, que sin embargo adquieren una relevancia enorme por el simple hecho de haber sido mencionados. No sabes si lo que ocurrió sucedió así de verdad, muchos aspectos permanecen sin aclarar. Y no puedes evitar empezar a leer entre líneas, obsesionarte y ver tú también la sombra de Hanging Rock, oscura y monstruosa, pero totalmente indescifrable. Llega un momento en el que hasta la escena más insignificante e inocua tiene un velo siniestro que no permite que te olvides de que ha pasado algo raro, muy raro, cuya magnitud quedará para siempre en el limbo.
Lindsay mantiene esta tensión de forma magistral a lo largo de casi toda la novela, mientras las líneas argumentales de unos y otros van desarrollándose. Hay dos focos principales: el que rodea al Honorable Michael Fitzhubert, un joven noble inglés que está de veraneo con sus tíos en Lake View, su mansión de recreo en Alto Macedon, y que coincidió con las chicas en Hanging Rock el día del picnic; y el que rodea al Colegio Appleyard en su conjunto, con la señora Appleyard y Dianne de Poitiers (la joven maestra de francés, que estuvo a cargo de la excursión junto a Greta McCraw aquel fatídico día) como perspectivas principales. Es solo en algunos pasajes de la segunda mitad, sobre todo con respecto a la trama de Mike, donde el ritmo que hasta entonces te ha mantenido con la nariz pegada a las páginas parece desinflarse un poco. Eché de menos algo más de atención sobre lo que estaba sucediendo en el colegio, en vez de en Lake View, y más espacio para Sara Waybourne, un personaje que al final me pareció muy desaprovechado y muy instrumentalizado. Ella era amiga íntima de Miranda, ¿qué secretos conocería y qué luz hubiese podido aportar al caso? Es algo que nunca llegamos a saber, pero quizá Lindsay lo planeó así precisamente a propósito.
Enlazando con esto, hablar de los personajes de Picnic en Hanging Rock es hablar de Miranda. El prologuista compara a la joven con la Rebeca de otra grande del género, Daphne Du Maurier, y no le falta razón. Miranda, la omnipresente Miranda, la más amada y admirada de todo el colegio, la más bondadosa, la más angelical, la más perfecta. Todo gira en torno a Miranda: a Miranda es a quien todo el mundo extraña, de Miranda se quedó enamoradísimo Mike el día del picnic con solo verla saltar el arroyo (un enamoramiento que casi de inmediato derivó en obsesión), Miranda era la única que mantenía a flote a Sara Waybourne… Y, sin embargo, todo lo que sabemos de ella es solo a través de los ojos de quienes la idolatraban, convirtiéndola en una especie de ser etéreo, imagen que explota Lindsay con mucha habilidad, al envolver a la muchacha con un halo de misticismo que te hace preguntarte más de una vez si era siquiera humana.
De las demás desaparecidas, Irma Leopold es la heredera de la familia más rica de Australia y vive en una nube particular en la que su mayor preocupación en la vida es que todo el mundo sea feliz y se quiera. Con su belleza de muñeca, está acostumbrada a que todo el mundo la adore también. Marion Quade es la inteligente, la alumna destacada de mente analítica y lengua mordaz, incluso cruel. Y Greta McCraw es la excéntrica profesora de matemáticas para quien las ecuaciones son de lejos un compañero más ameno que el resto de seres humanos.
El resto de personajes están caracterizados a la perfección. Esta es una obra muy coral, con un nutrido puñado de secundarios; pero son cuatro los que llevan la voz cantante. En el colegio, tenemos a la señora Appleyard, directora y, en mi opinión, el personaje más interesante de la novela. Appleyard es una dama inglesa de casi sesenta años, viuda, que viajó a Australia con la intención de crearse una vida allí y que ha puesto todas sus esperanzas en su escuela de señoritas. Obsesionada con inculcar en las chicas la disciplina inglesa, ejerce un control absoluto sobre cualquier aspecto de la vida en el colegio, que es como su microcosmos particular. Pero el incidente en Hanging Rock rompe con todos sus esquemas. De repente hay algo que no puede controlar y cuyas consecuencias no puede prever. Toda su vida y todo lo que ha construido allí empieza a desmoronarse, por más que intenta mantener las riendas; y su caída, la forma en que alumnas y maestras van perdiéndole el miedo y el respeto, en cierto modo refleja la caída también de aquello que representa (el dominio británico) y los cambios que el nuevo siglo está por traer, a los que es incapaz de adaptarse. Todo el desarrollo de su línea argumental, la sutileza con la que Lindsay va dejando caer las pistas de su creciente deterioro e inestabilidad mental, han sido mi parte favorita de la novela.
Algo similar, pero enfocado desde una perspectiva diferente, es lo que sucede con el joven Michael Fitzhubert. Mike es el heredero de una de las familias nobles más ricas, poderosas y longevas de Inglaterra, pero apenas tiene veinte años y, con su llegada a Australia, descubre que no tiene ni idea del mundo real. El deseo de aprender y de hacer algo nuevo que sea «suyo», no una simple prolongación de la herencia de su familia, se refleja en la amistad que establece con Albert Crundall, el cochero de sus tíos, a pesar de la enorme brecha social que los separa. Incluso su obsesión con Miranda refleja también parte de esto: es a ella, primogénita de una familia de nuevos ricos australianos, a quien quiere, en quien no puede dejar de pensar y a quien busca sin descanso, casi como si se hubiese enamorado de la propia Australia. Y más tarde, cuando Irma, la magnífica y rica heredera, no hace más que lanzarle fichas, él se escabulle y la rechaza, porque rico heredero de larga tradición desposando a rica heredera de larga tradición es más de lo mismo, y él ya no está dispuesto a eso. A diferencia de la señora Appleyard, a quien los cambios derivados del incidente acaban destruyendo, Mike sí consigue adaptarse y crecer a su manera, aunque la herida permanece ahí.
Junto a ellos dos, Dianne de Poitiers, a quien las niñas siempre llaman simplemente Mademoiselle, y Albert Crundall son los más importantes. Ella, la profesora más joven, guapa, elegante y querida del colegio, una especie de modelo a seguir para las alumnas. Él, un huérfano que ha vivido de todo y está de vuelta de todo, que prácticamente ejerce como «mentor» de Mike en esa ardua tarea de enfrentarse (más o menos) al mundo real. A los dos les cambió la vida también Hanging Rock, para siempre, aunque solo les salpicara de perfil. Y los roles de ambos son interesantes, porque los dos representan aquello a lo que aspiran convertirse las muchachas y Mike, respectivamente: la moderna dama ideal y el ideal hombre de mundo, aunque ni Dianne ni Albert son precisamente perfectos. Aun así, ambos crecen y cambian con toda esta experiencia, y su evolución también es relevante.
(Las niñas Sara Waybourne y Edith Horton merecen una mención aparte por el complejo entramado ideológico que representan. Todos los personajes en realidad son herramientas que Lindsay usa para hablar de la mentalidad de la época, la política o la situación sociocultural sin que parezca que está hablando de ello. Pero no quiero extenderme más ni entrar en spoilers; posiblemente comparta después más valoraciones personales al respecto por aquí.)
El tema del crecimiento es algo a lo que he dado muchas vueltas mientras escribía la reseña, porque Hanging Rock (o Monte Diógenes, en Victoria) era lugar sagrado para las tribus indígenas que habitaban la zona antes de ser expulsadas por los colonos británicos. Ngannelong, que probablemente era su nombre real, era el sitio donde se celebraban (entre otras cosas) los ritos de paso o ritos de iniciación; y algo así es lo que sufren también los personajes de la novela. Los casos más obvios son los de Mike e Irma, que en Hanging Rock dejan perdida su niñez. Pero Dianne también crece y cambia tras lo vivido allí, haciéndose más firme y resuelta. En un momento dado se hace referencia a cómo la experiencia ha arrebatado la inocencia de la infancia a todas las niñas del colegio, en general. Para todos fue como una prueba y, quienes no pudieron superarla, sucumbieron.
Lindsay conocía el valor que Hanging Rock tenía para las comunidades nativas y, por lo que he leído, compartía la creencia de que existen lugares mágicos o con una carga espiritual especial. Creo que parte de esa afinidad con la tradición indígena se refleja también en el tratamiento que hace de la naturaleza en general y de los animales en particular (ese ualabí que siempre parece rondar la roca, el cisne blanco, la araña… son detalles que cobran una dimensión nueva cuando sabes que el animismo está presente en el sistema de creencias indígenas australianas y que, en concreto, humanos capaces de transformarse en animales es una de ellas). Si Picnic en Hanging Rock tuvo la repercusión que tuvo fue en parte porque incluso los occidentales ajenos a este bagaje cultural tradicional perciben el lugar como un sitio especial, ya sea por las anomalías electromagnéticas de la zona o por su carga esotérica. El ambiguo misterio narrado por Lindsay fue carne de cañón para los conspiranoicos de lo paranormal.
Es irónico, no obstante, que la obsesión que generó la novela terminara opacando por completo la historia tradicional real de Hanging Rock y lo que significaba para las comunidades indígenas.
Termino señalando que este encanto tan particular que tiene la historia no sería posible sin la enorme habilidad narrativa de Lindsay. Seas creyente o escéptico, la novela te deja disfrutar a todos los niveles, porque cada cosa extraña que sucede está contada con la suficiente ambigüedad como para que le puedas dar una explicación perfectamente racional. Sumado a su estilo rico y evocador (pero sin resultar sobrecargado), lo bien que maneja al narrador omnisciente, cómo encaja las piezas del puzle y la personalidad que tienen las distintas voces de los personajes, el resultado es una novela bastante redonda a nivel técnico que, incluso con los aspectos mejorables que pueda tener, deja poso positivo en el lector.
Hubiese sido interesante leer la versión original, para poder apreciar el contraste entre el inglés británico de Mike y el inglés australiano de Albert, por ejemplo. Pero lo cierto es que Pilar Adón hizo un trabajo fantástico con la traducción y, aunque es algo difícil de trasladar a nuestro idioma, sí que se nota la diferencia de registro entre ambos a la hora de hablar. Chapó también para ella, por trasladar tan bien la prosa de Lindsay.
En definitiva, es un libro que recomiendo a las personas amantes de lo gótico que quieran salirse del tradicional escenario inglés. Ya que este mismo año estrenaron una nueva mini serie inspirada en la novela, qué mejor oportunidad para leerla (siempre recomiendo echar un vistazo primero al material original) y subirse al tren de las teorías. Lo vais a disfrutar.
P.D.: Existe de hecho un capítulo final en el que Lindsay desvelaba el misterio, pero su editora le recomendó eliminarlo de la novela definitiva. Fue publicado por separado de forma póstuma en los 80, con el nombre de The Secret of Hanging Rock. La edición de Impedimenta no lo incluye, pero me parece mucho mejor así. Algunos misterios es mejor dejarlos sin resolver.
Pilar Caballero