En 1963 Betty Friedan publicaba La mística de la feminidad, un estudio basado en docenas de entrevistas que analizaba «el mal que no tenía nombre» que aquejaba a las esposas estadounidenses de clase media: mujeres aún jóvenes, sanas y adineradas, con casita, jardín, utilitario y todos los electrodomésticos ideados para mantenerlas felices en sus hogares. El porqué estaban nerviosas, irritables y tremendamente cansadas era una incógnita para una sociedad patriarcal ensimismada en sus prósperos negocios y en mantener como fuera el orden de las cosas.
Friedan desvela las razones de una manera tan sencilla y clara que resulta inapelable. Pero cinco años antes, en 1958, Penelope Mortimer ya lo había definido en su novela Papá se ha ido de caza; lo que mortifica y deprime a Angela, personaje central, es «un laberinto de secretismo y engaño y esperanza socavado bajo los días invariables».
Mortimer, escritora inglesa, madre de familia numerosa ella misma, reconoce en su obra todos los síntomas que perturban a las mujeres encerradas en su arquetipo de esposas, madres amantísimas y cuidadoras de los lares familiares. Y conoce también las trampas seculares inscritas en las rimas infantiles que conforman nuestro imaginario cultural desde la más tierna infancia. Por eso su novela más famosa, El devorador de calabazas (1962), también publicada por Editorial Impedimenta, lleva el título de una de esas rimas: un marido que, no sabiendo qué hacer con su esposa, la coloca en la cáscara de una de las calabazas que devora y, allí entronizada, «la mantiene perfectamente».
Por la misma razón, la novela que reseñamos se titula como otra rima infantil, en la que Papá se ha ido de caza para traer una piel de conejo que arrope a su bebé. Y esta es, exactamente, la situación en que está inmersa Angela: un marido que vive, libre, en Londres durante toda la semana, y que vuelve o no el sábado para hacer vida de hombre suburbano con los otros maridos de la vecindad: vermuts, barbacoas, golf y balón. Educados para ser «cazadores», creen que su función familiar se limita a proveer la comida y pagar la mejor educación a su descendencia.
Los hijos, ya crecidos, están internos en un buen colegio (como dicta el status social británico) o en la universidad, y sólo vuelven por vacaciones o cuando, como en el caso de la hija de Angela y Rex, se encuentran con un embarazo inesperado que hay que resolver, removiendo amistades y, por una vez, conciencias, individuales y sociales. El síndrome del nido vacío se une a los males de las esposas, quienes «como pequeños icebergs, mantienen su cara despierta y rutilante; sumergida a muchas brazas de ociosa profundidad, retienen su propia personalidad», «unas pocas tienen talento, que les es tan inservible como una extremidad paralizada».
M.S. SUÁREZ LAFUENTE