Muchos de los que alguna vez fueron los cuentos terroríficos más terribles de la historia hoy han llegado a nosotros como clásicos. Dentro de éstos, el género de la ghost story representa todo aquello que el buen lector de Terror busca: presencias malignas, incredulidad y una atmósfera de absoluta maldad acechante. Si bien este género ha ido decayendo con el tiempo, su influencia es importantísima hasta ahora en autores como Stephen King o Shirley Jackson, que ha vuelto a la actualidad con la serie homónima de Netflix La maldición de Hill House.
También este es el caso de La puerta abierta, escrita en torno a 1882 por la inglesa Margaret Oliphant (1828-1897), autora de vida atribulada que nos ha legado una amplia variedad de cuentos de fantasmas. Nouvelette de corte gótico, La puerta abierta ha sabido envejecer sin perder todavía ese resabio maligno que permea toda la producción que caracteriza a los victorianos. Valdemar reflotó esta historia — como hace poco también lo hiciera Impedimenta en la antología Damas oscuras (2017)— en Galería de Espectros (1995), precioso volumen dedicado a algunas de las mejores autoras del horror inglés, creadoras de un mundo ominoso, de raigambre cotidiano y casual, que sirvió de intermediario entre la novela gótica y el fantasma moderno (como el de M. R. James, versión aún más maligna y deformada del espectro que vuelve).
La trama es bastante sencilla: el coronel Mortimer, llega desde la India británica (Raj británico) hasta la fría Escocia con la intención de establecerse y llevar una vida tranquila junto a su familia. Por poco tiempo alquilan Brentwood, una mansión de estilo georgiano que se ubica a poca distancia de las ruinas de una mansión aún más grande de la cual sólo queda una torre y un frontispicio medio derruido que contiene el umbral de lo que alguna vez fue una puerta. El pragmático coronel viaja a Londres para establecer contactos, pero su viaje se ve interrumpido por telegramas urgentes de Brentwood que le avisan del mal estado de su hijo Roland, que al parecer sufre fiebres cerebrales. Cuando vuelve lo encuentra en un estado deplorable, delirando acerca de una voz que escuchó cuando volvía de la escuela en su poni, muy cerca del umbral abandonado que se ubica cerca de la casa.
Roland no es un niño cualquiera. Pertenece a la clase de niño enfermizo y sensible muy similar al Linton Heathcliff de Cumbres Borrascosas (Emily Brönte, 1847) o al Colin Craven de El Jardín Secreto (Frances Hodgson Burnett, 1910). Roland no es capaz de soportar la voz que lo acosa y pide ayuda a Mortimer, quien se ve en la encrucijada de ayudar al presunto ser inmaterial, pues su hijo asume que necesita ayuda y que hay que «dejarlo entrar».
El espectro, según los lugareños, sólo aparece en las oscuras noches de noviembre y diciembre, sin haber sido visto jamás: de él sólo se conoce el sollozo lastimero que articula («¡Oh madre, déjame entrar!»). El fenómeno lleva repitiéndose desde hace no más de diez años, justo cuando la mansión fue desmantelada. Desde entonces, muchas familias pasaron por aquella casa alquilada cerca de las ruinas, pero ninguna permaneció más de un año. El coronel Mortimer señala tras oír la historia de boca de los lugareños: «Si nos hubieran contado la historia desde un principio, es posible que toda la familia hubiera considerado la posesión de un fantasma como una ventaja incuestionable. Es la moda». Pragmático y escéptico, el militar piensa de la misma forma que un victoriano estándar, evidenciando la novedad que señalaba tener un fantasma en casa y la ola de espiritismo que azotaba Inglaterra y Escocia.
Pero el escepticismo comienza a desmoronarse ante la evidencia, cuando Mortimer empieza a investigar los hechos y se percata de la existencia de que existe algo que no es tangible. Probablemente sea ésta la parte más lograda del relato: Mortimer frente a algo que no ve, pero que siente muy cercano. Lo que sigue es una descripción de la situación y de los gemidos, que en conjunto con la atmósfera ominosa, provocan una terrible incomodidad al lector, y una congoja al coronel que le obliga a llegar a casa jadeando y aterrado. La segunda expedición la realiza en compañía de su mayordomo, un veterano de la guerra mucho más valiente que él y con grandes recursos frente a cualquier peligro.
El resultado es tan terrible como la primera expedición y mengua el carácter de Mortimer al presenciar una horrible y descriptiva escena en la que toma conciencia de que a alguien le era negada la entrada a la ruinosa mansión, y que por ello vagaba de un lado a otro con desasosiego y desesperación. Lo siguiente que se ve es una figura alargada en la puerta abierta que destruye los nervios de ambos hombres y deja al mayordomo catatónico. Estas dos expediciones representan el punto más álgido del relato: la descripción es pormenorizada y la autora saber perfectamente como guiar al lector y a sus protagonistas por la senda de lo macabro. Finalmente, será gracias a la intervención de un viejo sacerdote escocés, el doctor Montcrieff (un proto-Van Helsing valiente y audaz, pero también un Baring-Gould abierto a lo ominoso), que el misterio quedará definitivamente resuelto.
El continuo baile de nombres y de personajes que intervienen en la trama, a veces de manera muy secundaria, terminan dando al relato un tono cansino y a veces monótono. Si el ritmo es ágil hacia el principio, y las descripciones son el gran motor del relato, la variedad de seres racionales que es necesaria para descubrir que el fenómeno realmente sobrepasa lo natural es excesiva; Oliphant, por lo demás, no goza de los mismos recursos de suspense de un, por ejemplo, Edgar Allan Poe. No obstante, no empañan el tono realmente oscuro de la narración.
La puerta abierta es sin duda un cuento clásico: mantiene la esencia misma de las catacumbas góticas con un espectro que deambula errante por un suceso del pasado que no tiene clara resolución. Su punto fuerte son las precisas descripciones, sobre todo del momento en que el protagonista está aterrado frente a las fuerzas que conspiran contra él en lo profundo del bosque. La posibilidad de una intervención humana, recurso que Henry James y Joseph Sheridan Le Fanu ocupan hasta el hartazago en sus narraciones suena en el lector moderno como un simple artificio que produce un efecto de duda pero que realza al final, de manera muy efectiva, el papel sobrenatural de la narración.
Al final, el fantasma de la puerta abierta resultará ser uno de los más aterradores de la literatura: no será una presencia ominosa sino un simple suspiro aterrador entre las ramas…
Óscar Salgado Delgado