La editorial Impedimenta continúa empeñada —bendito empeño— en darnos a conocer la obra de la monumental escritora irlandesa Iris Murdoch. El último libro que ha reeditado de ella es su primera novela, Bajo la red (1954). En ella aparecen ya rasgos que se convertirán en señas de identidad de su narrativa. Su protagonista, Jake Donaghue, es un escritor de poca monta, un dandi bohemio con febril e ingenuo anhelo de libertad, que deambula por las calles de Londres acompañado de su amigo Finn, su Watson de parrandas y borracheras. Cuando Jake llega a la capital británica, y, tras una estancia en París, encuentra con sorpresa que su amante le ha echado de casa, y, a partir de ahí, comienza a verse envuelto en una serie de acontecimientos absurdos, alocados, a veces inverosímiles, que van tejiendo una trama chestertoniana de lo más inocua, pero a la vez adictiva. Todo en la novela parece ocurrir, seguramente empujado por la persistente afición de los personajes a ingerir alcohol, dentro de un sueño febril. Y el lector, confuso, o más bien engañado, no sabe si se encuentra ante una inofensiva sitcom, o frente a una sesuda novela negra con tintes filosóficos. Y es que cuando leo a Iris Murdoch me pasa algo parecido a cuando converso con ese tipo de gente socarrona e inteligente: que no sé si me está hablando en serio o en broma. Y me siento confuso e inseguro. Pero si aprendo a relajarme disfruto realmente de la conversación. El espíritu gamberro y anárquico impregna toda la novela, es cierto, pero, también el tono lúcido que nace de las propias raíces de la poética del perdedor que de manera tan brillante sabe expresar la autora nacida en Dublín.
Su protagonista, Jake, es un misántropo desvergonzado y egoísta, sin afinidades ideológicas (observamos su simpatía por el comunismo, pero sin ningún tipo de compromiso) o de amistad. Sus amigos son compañeros de juergas o seres a los que pedir dinero o cobijo. De hecho, su único amigo en la novela no es humano, sino un viejo perro, antigua estrella de cine. Incluso el amor, para él, no es más que una diversión banal y parasitaria. Excepto cuando no es correspondido. En ese momento observamos al Jake romántico, que busca en el amor la esencia de lo inasible, y, por tanto, de su eterno desconsuelo:
«No recuerdo qué hay en ella que me llevara a llamarla misteriosa, y, sin embargo, siempre me pareció un ser insondable. Dave me dijo una vez que encontrar a alguien inagotable es simplemente la definición del amor, así que a lo mejor yo estuve enamorado de Ana».
La novela también es una carta de amor a Londres. Murdoch nació en Dublín, pero se mudó de joven con sus padres a la capital británica. Oxford Circus, El Soho, Charlotte Street, sus avenidas, sus taxis, sus viejas librerías… El periplo vital del protagonista cobra vida en las ebrias caminatas nocturnas de los personajes a orillas del Támesis, al igual que por los disparatados trayectos en coche de punta a punta de la ciudad.
Estamos ante la primera novela de Iris Murdoch, y ya observamos en ella su visión lúdica del lenguaje, su afición a hacer malabares con las palabras. Conocedora del poder mágico del idioma, su prosa es fresca e inteligente, de una lucidez y simbolismo que a veces apabullan. Escribir es jugar, exprimir el lenguaje, manipularlo para extraer de él un jugo nunca antes saboreado. De esta forma, se permite definir sentimientos a través de filosóficas greguerías («¿Qué ha significado para mí el amor, sino escaleras crujientes en casa de otras personas?»), o recrear con febril talento ambientes en donde reina el indescriptible sabor de la derrota:
«Nunca se sabe lo que querrás hacer cuando llegue el momento —dijo la señora Tinkham, con ese tono vago con el que masculla esos comentarios suyos que pueden ser o profundos consejos o disparates. La miré. La radio seguía murmurando y el humo de los cigarrillos se alzaba entre nosotros como un velo, cambiando sus capas suavemente en el lento aire veraniego que entraba por la puerta. Parpadeó y sus pupilas parecieron dos ranuras verticales».
No obstante, y a pesar de su infinito amor a las palabras, la clarividencia de la autora británica la obliga a admitir que el lenguaje tampoco es suficiente para comprender el mundo, y a reconocer que «todo el idioma es una máquina de fabricar falsedades». Y es que al final no queda otra que afirmar que Bajo la red es una novela de un profundo nihilismo. No tanto por el pesimismo que rezuma, sino por el sinsentido que atraviesa la obra desde su propio germen. No hay mensaje, no hay tesis que defender ni nada a lo que el lector pueda aferrarse. Todo es una lúcida y desasosegante broma de mal gusto. Como la vida.
José M. López