Por mucho que algunos se empeñen en meter en el mismo saco la narrativa autobiográfica y ese ejercicio de narcisismo mendicante que los acuñadores de categorías denominan literatura del yo, dista una distancia abisal entre ambos discursos marcada por su naturaleza:lo primero es un medio para apuntalar el verdadero objeto del relato, mientras que lo otro no es más que un finque se sirve del contexto y las circunstancias de experiencias comunes para abrillantar la imagen de su autor. Contarse para contar o contar para contarse; la diferencia es evidente. Digo esto porque cuando alabé Corazón que ríe, corazón que llora, la espléndida novela autobiográfica de Maryse Condé, mi interlocutora me recordó con retintín el desprecio que dispenso a cierto ‘yoísmo’ insustancial. Como si la autobiografía, un género que tantas obras maestras ha proporcionado a la literatura, se hubiese diluido en ese potaje de veleidades removido con mimo por las mismas manos que sostienen el mercado de intimidades que hoy domina el mundo entero desde las redes sociales. Que sea esa tendencia la que hubiese movido al editor a elegir ésta y no otra obra para rescatar a Condé del olvido en España me trae sin cuidado, cuando es una cálida voz propia la que traslada la narración a los dominios de lo sublime, poniendo su experiencia vital al servicio del lector. Nos regala sus sentidos para sentir las sensaciones de un mundo tan cercano para ella como exótico para los demás, com-parte sus impresiones que lenta-mente hacemos propias, sus descubrimientos, reflexiones y decisiones. Condé logra mezclarse con la conciencia del lector para que viva su vida, y a la vez descubra su alma.
Ella narra, marca los tiempos, el ritmo, pero sus protagonistas son otros: la familia, sus vecinos, los profesores y sus compañeros, sus amigos, el presente y más el futuro que el pasado, pero también el alma del Caribe y de la isla de Guadalupe, sus barrios burgueses y los suburbios, sus tradiciones, la comida, las fiestas, la luz y las sombras, el mar y la montaña, el francés y el criollo, y también París, sus calles y bulevares, los liceos, la Sorbona, la amistad y el desprecio, la vida y los sentimientos… Un crisol de vida expuesto con delicadeza, honestidad y curiosidad. Condé sacrifica su yo por el nosotros, ofreciendo su mundo envuelto en una prosa sencilla, diáfana, luminosa, tan dulce cuando ha de serlo como firme, juguetona o solemne según el caso, con una serenidad contagiosa que proporciona una lectura reconfortante y reveladora. Eso es contar.Relato de descubrimiento, aprendizaje e iniciación, lo que nos regala Condé es la bitácora de su compromiso humano y profesional. Sin corsés dialécticos ni cínica asertividad, la escritora francesa muestra las contra dicciones que germinan en la consideración social del género, la raza y la clase, sencillamente relatando pasajes de su infancia mostrados desde la inocencia de una niña que no com-prende bien lo que sucede a su alrededor. Y es precisamente esa inocencia lo que refuerza enormemente la elocuencia de su discurso, pues traslada al lector la responsabilidad de juzgar los hechos y comportamientos de todos los personajes que marcan esa trayectoria existencial. De esa forma, la novela cobra un extraordinario poder dialéctico al mostrar el significado de las relaciones humanas sin retórica alguna.Publicada cuando aún los escritores ejercitaban el ingenio, Corazón que ríe, corazón que llora no es una mera novela autobiográfica, sino que trasciende el yo de su autora para convertirse en millones de yo es que se han sentido atribulados ante aquello que eran incapaces de comprender, o bien ante esa ilusión que se forja con los entresijos de la realidad. Condé demuestra conocer bien esa tramoya de la vida y la plasma en una novela espléndida que bien podrá descubrir a los lectores que no la conozcan una de las voces más potentes de la literatura.
Antonio J. Ubero