Desde que me inicié en la literatura a los 17 hasta ahora, que a los 78 aún me sigo iniciando —y sospecho que iniciado voy a quedarme de leer, fornicar y de tomar trago—, le tomé un particular afecto a la literatura que se gestaba en Rumania, la patria del conde Drácula y de su antecedente real el no menos tétrico príncipe Vlad Tepes, el Empalador. Irlanda me había deparado a Joyce, a Beckett, a Swift, a Wilde, a Yeats, y también a Bram Stoker, el creador del hombre vampiro. Y Francia, a Rimbaud, al marqués de Sade, al conde de Lautréamont, el surrealismo y el existencialismo en pleno. Pero definitivamente me quedaba con el país que había engendrado al eminente Eminescu, poeta de culto de quien, en complicidad con la embajada, publiqué una antología cuando estuve en la Gobernación; al atribulado Panait Istrati, a Tristan Tzara, quien introdujo el dadaísmo en París y el mundo; a Mircea Eliade, quien a través de sus revelaciones sobre mitos, sueños y visiones nos ayudó a alcanzar un éxtasis más legítimo que el de las drogas heroinómanas; a Eugenio Ionesco, formulador del teatro del absurdo, quien destruyó la lógica parlamentaria en sus personajes; a Emil Cioran, de quien aprendimos que quien no se suicida joven tiempo tendrá para lamentarlo.
Un día del año pasado, husmeando por los estantes de la Librería Nacional, donde se inició el nadaísmo de Cali, me topé por casualidad con un volumen que me llamó la atención, editado por el sello Impedimenta. Era un poema con aires de epopeya heroico-cómica, El Levante. Lo que yo hubiera querido y había tratado de escribir durante los tres cuartos de mi vida que he entregado al nadaísmo, ese movimiento hermano del zen y la patafísica. Me dije que si algún día llegaba a conocer a ese monstruo que será nobel, habría alcanzado el tope de mis logros intelectuales. Sentí que era mi descubrimiento personal porque al comentarlo con mis amigos cercanos, no tenían noticia de esa obra totalizante.
La sorpresa por estos días fue recibir invitación de la Tertulia Literaria de Gloria Luz Gutiérrez, que, al cumplir 20 años de actividades, nos concedía el privilegio de compartir con Mircea Cartarescu, por cortesía de la embajada rumana. Ni perezoso ni paticortico, abandoné mi amoblado paraíso de Villa de Leyva y me presenté en la Tertulia. Aunque el escritor es 16 años menor que yo, me sentía ante una luminaria interestelar y con el impulso de arrodillarme y besarle la mano que conduce su pluma. Me recorrió la misma emoción que cuando conocí a León de Greiff, a mis 20 años, y a García Márquez, a mis 22, cuando solo había publicado La hojarasca y El coronel… y llegó con su saco de cuadros rojos y verdes a la cafetería El Cisne a preguntarme si había visto a Marta Traba.
Quedé deslumbrado con la conversación que sostuvo con Gonzalo Mallarino, hablando él en rumano, con una traductora impecable. Se detuvo a comentar que vivía a la vez en la realidad y en los sueños y que en su literatura, estos se entremezclaban. Que él llevaba una libreta con su diario personal y su diario de sueños, y de allí salía todo. Cuando llegó la hora de los comentarios le expresé que después de haber abrevado en Tzara, en Eliade, en Ionesco y Cioran, y ahora conociéndolo a él, podía declarar que el nadaísmo había nacido en Rumania, a lo que me conmovió con una respuesta de compatriota. Adquirí el libro Solenoide, en el que ando sumergido con aún mayor deslumbramiento. Para mayor fortuna, al otro día hubo otro acto en la biblioteca del Gimnasio Moderno, donde Cartarescu conversaría con Piedad Bonnett. El mismo impacto en una sala donde no cabía un alma por más que se apretujara. Luego sí tenía público, y no era yo solo su descubridor. Me firmó el libro con la dedicatoria «To Jotamario the new romanian poet». Me dirigí enseguida al teatrino del mismo Gimnasio, donde me entregarían mi sexto premio literario, el Dámaso Alonso, a la vida y la obra, concedido en España por la Academia de Buenas Letras. En el público había tres personas. Algo va de Cartarescu a Jotamariescu.
Jotamario Arbeláez