La madre de Aleksy tenía unos ojos fascinantes, como esmeraldas de alguna estrella lejana para habitar después de la muerte o nenúfares de una estampa idílica francesa congelados dentro del marco de un cuadro impresionista. Sin embargo, hasta el verano que lo cambió radicalmente todo, un verano como epicentro de dos vidas, la mujer poseedora de aquella mirada despertó en su hijo de todo menos amor o ternura: rabia, frustración, soledad y desprecio, fruto de una infancia áspera como una lija, marcada por la muerte de su hermana y los problemas psicológicos, y en la que la angustia, el desapego, el alcoholismo paterno, la culpa y las ausencias dibujaron la fragilidad y la locura del disfuncional protagonista de El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (Editorial Impedimenta), convertido en famoso pintor muchos años después.
La moldava Tatiana Tibuleac construye una primera novela plástica y deslumbrante, vívida y de una violencia tan contundente como hermosa, igual que la del último cuadro de Van Gogh. No se puede renunciar a mirarla con respeto y magnetismo, de un modo casi irremediable, como se miran los ojos de un niño soldado o la muñeca cosida de un suicida que erró en el intento.
A modo de diario recomendado por su psiquiatra para sortear el bloqueo artístico que lo aqueja como pintor, Aleksy reconstruye el período estival que pasó con su madre en un pueblecito galo de cuento, una estación atravesada por la redención y la enfermedad, la inevitabilidad y el perdón entre cervezas y salchichas casi caducadas, baños de espuma y castillos de arena, recuerdos distorsionados y pacientes caracoles y campos de girasoles hediondos y tristes. Y nuevas emociones bajo la piel, como constelaciones nuevas tatuadas para siempre.
Esta novela, que diría una vieja canción de Extremoduro, «abre el pecho y registra» el interior de la memoria herida de su protagonista, ese rincón imperecedero donde flota el patrimonio de sus recuerdos, la barriga de su abuela, sus manos manchadas de sangre, la risa de cascabel de una hermana perdida, la piel de aceituna de Moira o los paseos en bicicleta por aquel verano detenido en el tiempo. Un oasis en medio de una vida mísera y compleja, carente de amor y en la que la relación maternofilial siempre fue un ascua ardiendo entre la incomprensión y el rechazo, el olvido y el daño.
El principio de este peculiar estío parece el de dos erizos que queriendo huir del frío se acercan para clavarse las púas, aunque poco a poco comenzará a tejerse un nuevo hilo entre Aleksy y esa madre de ojos verdes, consumida pero más feliz que nunca, desenterrando el pasado y apretándose al presente con inusitada fuerza. Afloran junto al rencor la compasión, la complicidad, el disfrute y una alegría nueva, esa que solamente se les concede a los niños y a los moribundos.
Las imágenes poderosas de El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes son como las canciones favoritas de un enfermo de Alzheimer, los colores imposibles de la infancia suspendidos en el cerebro de un niño: lo último que quedará en pie dentro de muchos años, cuando pensemos en este libro. Y eso son grandes noticias. Dejemos que nuestra memoria, también como la de Aleksy, se quede a vivir en un agosto deslumbrante, antes de que la podredumbre devore nuestros cuerpos como girasoles.