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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Bajo la red» – Iris Murdoch

En 2019 se cumplen cien años del nacimiento (y veinte de la muerte) de una de las escritoras más importantes del siglo XX: la gran Iris Murdoch (Dublín, 1919 — Oxford, 1999), novelista y filósofa de origen irlandés, aunque arraigada en Londres desde temprana edad y con un estilo, de hecho, muy inglés.

No hace falta el pretexto de la conmemoración para acercarse a su obra, ni a la suya ni a la de ningún autor; pero, si este dato sirve de impulso a algún lector indeciso, bienvenido sea. Lumen e Impedimenta llevan tiempo apostando por su narrativa, con recuperaciones de sus títulos emblemáticos —como El príncipe negro (1973), Henry y Cato (1976) y, sobre todo, la galardonada con el Booker El mar, el mar (1978) y de inéditos en castellano, como El libro y la hermandad (1987) o el que Impedimenta ha anunciado para este otoño, Monjas y soldados (1980). De momento, hablemos de Bajo la red (1954), su primera novela, un debut extraordinario que esboza algunos motivos recurrentes en su trayectoria.

El narrador, Jake Donaghue, es un escritor frustrado treintañero que malvive de la traducción y de la bonhomía de sus allegados. Su vida nunca se ha caracterizado por la estabilidad, pero su situación se complica aún más cuando regresa a Londres después de una breve estancia en París: su novia ha empezado a salir con otro, un chico rico y bien posicionado. Más que la ruptura (anunciada), a Jake le pesan las consecuencias inmediatas: ella lo echa de casa. A partir de aquí, Jake deambula por la ciudad, se suceden los encuentros con viejos amigos y nuevos contactos, hasta que se ve envuelto en un enredo digno de una película de acción. Entre los personajes, destacan Anna Quentin, su ex, una mujer taciturna y con talento para el canto que ahora trabaja entre los bastidores de un teatro; Sadie, la hermana de Anna, más coqueta y vivaracha, de carácter impredecible; Hugo Belfounder, un hombre con quien trabó amistad en el pasado pero con quien Jake no se atreve a retomar la relación; Finn, su agente-criado, un tipo callado y prudente que lo saca de algún que otro apuro; y Dave, su amigo filósofo, miembro del círculo académico en el que Jake no termina de encajar.

Destacaría tres claves de Bajo la red. En primer lugar, el conflicto existencial de un antihéroe con un perfil que cuenta con una fecunda tradición literaria: el hombre solitario, leído pero perezoso, torpe, que busca su sitio sin saber cuál es. A la deriva. Falta de anclaje, en un lugar físico pero ante todo en una ocupación, una forma de estar en el mundo (que va más allá del «trabajo» en sí). Vaga por los ambientes bohemios e ilustrados mientras se va carcomiendo por dentro. En cierto modo, se puede decir que a Jake le falta «nutrirse» de experiencias significativas, que lo acerquen a lo terrenal y despejen la niebla pseudointelectual que le nubla la mente. «Significativa» no supone, en este contexto, nada asombroso, sino más bien lo contrario: reconciliarse con lo pequeño, poner los pies en la tierra, aprender a valorar los gestos minúsculos. El protagonista toca fondo, aunque no lo verbaliza; Iris Murdoch utiliza la vía del sarcasmo para dejar entrever la crisis del diletante.

La segunda clave se refiere al contraste entre el punto de vista del narrador protagonista y la realidad objetiva. Dicho de otro modo: el lector conoce a los personajes a través de la mirada de Jake (que los define con desenvoltura en unas pinceladas), por lo tanto, se trata de una percepción parcial, subjetiva y, a menudo, deliberadamente engañosa, que repercute en todos los ámbitos (amor, diversión, política, arte). Los secundarios también tienen su opinión sobre Jake. Este «choque de perspectivas» pone de relieve la limitación del sujeto para comprender su entorno inmediato, y da lugar a equívocos muy bien engarzados. Por último, la tercera clave reside en la concepción de la novela como una cadena de obstáculos-personajes, un tanto picaresca, ya que la trama está organizada en torno a los desplazamientos del protagonista por Londres (y un viaje a París), de un personaje a otro, de una zona a otra, de lo alto a lo bajo. Hay puntos álgidos, emoción, adrenalina, disparates, persecución, ilegalidades, redención. En la recta final, se cierra el círculo de manera impecable.

Esta es una muy buena novela, que denota madurez pese a tratarse de una ópera prima. Su armazón no resulta quizá tan sofisticado como en obras posteriores, pero desde luego pone el nivel alto. Entre los rasgos que han marcado la narrativa de la autora, se identifican, por una parte, la fluidez estilística: Iris Murdoch, «a pesar de» ser, además, filósofa (y con una carrera académica excepcional), escribe como una novelista de raza, que atrapa al lector y no lo suelta, sin los problemas de densidad que arrastran algunos eruditos metidos a narradores. El humor, rozando la parodia, junto con el pulso ágil de la narración y los diálogos, influye mucho
en ello. Esto no significa que la novela sea «blanda» o busque la comedia trivial; al contrario: es un ejemplo de envergadura literaria que se ríe de todo y se ríe muy bien. Corrosiva. A la vez, posee un revestimiento intelectual bajo su apariencia cómica, que se aprecia en los arquetipos que encarnan los personajes (de ambientes como el cine, el sindicalismo o la literatura). La construcción de los personajes es (vale la pena insistir) impecable.

Un último apunte. En la actualidad se habla mucho de la escritura de las mujeres, la especificidad femenina y determinados tabús. Se ha reivindicado a Lucia Berlin, que hizo de sus vivencias un material literario de primera: el alcoholismo, sus empleos como enfermera, profesora o limpiadora, el aborto. Han triunfado autoras como Vivian Gornick, con su exploración de la relación madre-hija y de la mujer soltera, o Elena Ferrante, con su espléndida narración de la amistad entre chicas. Pongo estos tres ejemplos porque tienen concepciones diferentes del hecho literario y sin embargo comparten una cierta perspectiva de género. Con Iris Murdoch, en cambio, no es así. Ella fue una novelista que no escribió desde una «identidad de mujer» a conciencia. No solo porque no abordara asuntos tradicionalmente femeninos (que, a todo esto, solo constituyen una porción del corpus que han cultivado las escritoras), sino por su propia voz, deudora de modelos más «masculinos» (como lo fueron un siglo antes las hermanas Bronté, y tantas otras). Esta observación, en cualquier caso, no suma ni resta. Lo importante: hay que leer a Iris Murdoch.