El nombre de la escritora croata Dubravka Ugresic (Kutina, 1949) lo hemos asociado a una voz disonante, la de una intelectual criticada –cuando no execrada– por el nacionalismo imperante en su país desde la última guerra de los Balcanes (la llamada Domovinski rat o Guerra patriótica).
En anteriores novelas la autora ya trató el gran trauma que para toda una generación trajo consigo el violento desguace de Yugoslavia. El Museo de la Rendición Incondicional (2003) y El Ministerio del Dolor (2006) hay que leerlas, como terapia colectiva, desde la hondura de aquella conmoción.
Pero dicho esto, lo que distingue a Ugresic es su peculiar forma de entender la literatura, de merodear traviesamente por la ficción y la no ficción. Tanto es así que aquí, en Zorro, como en su anterior No hay nadie en casa, los géneros literarios se hibridan y forman un tamizado peculiar. Viajes, literatura comparada, memorias, autoficción. De todo ello hay en Zorro, que se resiste, por tanto, a toda etiqueta.
El zorro aparece abierta o solapadamente en las distintas narraciones que, como tablas de un andamiaje, van formando una especie de panóptico interior. Ugresic, especialista en Literatura Comparada y Literatura Rusa por la Universidad de Zagreb, toma del escritor ruso Boris Pilniak la simbólica figura del zorro, que Pilniak conoció, en su versión oriental, en un viaje que hizo al Japón en los años 30 del pasado siglo. Desde las fábulas de Esopo a la visión que del zorro se tiene en la tradición eslava, la alegoría zorruna, tan rica y diversa en las distintas culturas, parece ajustarse bien a las intenciones que nos propone la autora.
El propio Pilniak habló del zorro en su Cuento sobre cómo se crean los cuentos. «El zorro es el dios de la astucia y de la traición. Si el espíritu del zorro penetra en un hombre, la estirpe de este hombre está maldita. El zorro es el dios de los escritores». He aquí, pues, la otra marca del zorro.
Aparte de Pilniak, la figura de Nabokov y de su esposa, ambos recién llegados a América, se recrea a través de un personaje casi mudo, Dorothy Leuthold («una nota a pie de página» en Nabokov), quien hizo la vez de chófer para que la pareja pudiese conocer la vastedad de Estados Unidos y, ya de paso, para que el célebre autor pudiera dar rienda suelta a su pasión lepidóptera (amamos la obra nabokoviana en proporción inversa al muermo que nos produce su afición al mariposismo).
En otra narración la autora cuenta su relación con la viuda de un supuesto escritor trashumante, judío y ruso, llamado Levin. Ugresic emplea el término biogeografía para definir la vida errante que marca a las personas a las que el azar –no sólo ideológico o político– lleva de país en país. La excusa para contarnos el periplo de Levin a través de su viuda es un congreso internacional sobre migraciones, al que la autora ha sido invitada.
Hay dos narraciones en las que el tajo de la guerra de los Balcanes sigue presente. Si el escritor bosnio Aleksandar Hemon acuñó el término bosniedad (lo hemos referido ya alguna que otra vez en estas páginas), quizá no estaría de más emplear el término croaciedad para referirnos al señuelo histórico, religioso y cultural croata, pero visto y repensado a partir del nacionalismo de hoy. Una de estas piezas recoge un viaje cultural de la autora por distintas ciudades italianas como invitada a varios foros. En estos bolos ha de enfrentarse a sus compatriotas, que la siguen tachando de traidora (Ugresic aireó públicamente su aversión al nacionalismo, tanto croata como serbio, al inicio de la guerra).
En opinión personal, tal vez sea El jardín del diablo la pieza que más nos ha seducido por cuanto insinúa el extravío colectivo de un país. Ambientada en un pueblo ficticio de la Croacia profunda, la autora nos cuenta cómo llegó a hacerse dueña de una casa rural. Aquí conoce a un ex juez, que trabaja ahora como desactivador de minas en los bosques de una antigua zona de guerra. De la relación entre ambos uno confirma lo ya sabido: hay más expatriados dentro que fuera del propio país natal.
Este segundo relato ahonda en lo dicho, en la citada croaciedad. De ella se trasluce todo lo que la nueva Croacia ha traído consigo tras la celebradísima independencia: patriotismo, arribismo, derrota moral, corrupción, fanfarronería. En parte nos hemos acordado también de las novelas del periodista y escritor Ivika Djikic que Sajalín Editores ha publicado en los últimos años (Cirkus Columbia, La repetición).
Djikic, de origen bosnio pero afincado en Zagreb, ha denunciado la mezquindad colectiva que aupó a los círculos del nuevo poder a arribistas, héroes de la Guerra patriótica, antiguos criminales de guerra o conniventes de los mismos. Ugresic, con su particular marca del zorro, también nos habla de esta degradación. Pero el tiempo le hace mirar todo ahora desde cierta ajenidad.
JAVIER GONZÁLEZ-COTTA