Según el doctor Rico —y quién más preparado al respecto— Miguel de Cervantes escribió El Quijote, a diferencia de su novela bizantina casi póstuma, el Persiles, en la que puso todo su oficio y conocimiento del arte de la escritura, de corrido, sin signos de puntuación siquiera y de ahí las diversas versiones del texto, fruto por lo que se ve de la labor dispar de los primeros impresores de la novela más universal de nuestras letras. A su imagen y semejanza, se dice que la novelista y pensadora irlandesa Iris Murdoch jamás corregía sus manuscritos, que escribía a mano, a seguido y sin freno, casi desaforadamente. No es de extrañar, desde luego, porque su ambición narrativa fue de tal calibre que, si por ella hubiera sido, habría novelado «el mundo entero».
Esta pretensión de totalidad niega ya de entrada la perogrullada, especie de canción del verano de cada temporada editorial nueva, de que la novela ha muerto, presunta defunción que es probable que encubra cierta incapacidad generalizada en lo que atañe a la ficción pura, como lo prueba el recurso al refugio seguro de la auto ficción o de la no ficción. Por añadidura, desmiente, con sus narraciones largas, en torno a veinticinco, el sambenito de la modernidad contra la calidad de los escritores prolíficos, en su defensa del estreñimiento textual como lo propio del genio desde las calendas demiúrgicas del Romanticismo.
También invalida el memorable dictum del sabio neto Rafael Sánchez Ferlosio: «Se acabó el argumento y empezó la felicidad», puesto que sus novelas son una fiesta de historias caudalosas, complejas y en permanente crecimiento, entreveradas, además de por garbosas irrupciones de lo fantástico, de un pensamiento siempre alerta, en consonancia con lo que la propia Murdoch consideraba fundamental: «Hacer filosofía es explorar el carácter de uno mismo, y sin embargo intentar al mismo tiempo descubrir la verdad».
A esa convicción se ajustan sus ficciones. Pongamos la más voluminosa de las que conozco, que responde a la pregunta retórica de John Updike: «¿Qué otra novelista de nuestra lengua ha estado a la altura de Iris Murdoch en la invención de personajes y en la manera en que los pone en movimiento?», El libro y la hermandad, de un vitalismo abrumador ya desde la primera escena coral en el baile conmemorativo de Oxford, una obertura abrumadora, casi wagneriana en su presentación y despliegue de las figuras, una cuadrilla variopinta, entre el pragmatismo y el idealismo, de colegas intelectuales que hace tiempo que no se veían y que van a componer el argumento, donde parece, de paso, evidente esa manera de escribir hacia adelante que comentábamos al principio, al albur imprevisible de los personajes y de sus salidas, sin un plan preconcebido y sin la necesidad de que la trama parezca que cuadre, como la vida misma, sometida igual que ellos a los zarandeos y rencillas colaterales de la pasión, sobre todo sentimental.
Aparte de este planteamiento modélico, El libro y la hermandad, como el resto de sus títulos, compendia los rasgos que debe tener toda novela que se precie como tal: caracterización gradual y redonda de los intérpretes de la historia, que como el seductor Crimond, vehículo de un marxismo que periclita, se queda impreso en la memoria; despliegue moroso y ajustado del hilo, los hilos, de la acción; digresiones reflexivas de primer orden; ritmo dinámico no exento de suspense y salpicado de incisos especulativos; dicción poderosa y al tiempo ligera; conversaciones creíbles y divertidas; un desenlace acorde, en fin.
En suma, su amplia obra narrativa es la prueba de que, pese a tanto agorero enterrador de la novela al modo clásico, decimonónico en su caso —y en el mismo libro al que nos estamos refiriendo, curiosamente, hay controversias en torno a la agonía y desaparición de la novela como la conocemos—, en nuestro tiempo sigue vivo el arte de contar por lo menudo y dejarse llevar por las peripecias de personajes cautivadores. Y seguirá, no olvidemos la apreciación del elegante Bioy Casares en torno a la grandeza de la invención en sí misma ni la reciente propuesta del neurocientífico Óscar Villarroya de cambiar la denominación de la especie, que debería llamarse homo narrator en lugar de homo sapiens, por cuanto nos constituye lo que nos contamos y los relatos construyen el mundo en que vivimos, a tal punto que es la facultad narrativa lo que nos define como humanos, según su criterio que, sin conocimiento alguno en ese ámbito, suscribo por completo.
Fermín Herrero