¿Fue antes la escritora o el jardín? Penelope Lively se embarca en un fascinante viaje a través de los jardines que han marcado su vida. Desde el gran jardín de la casa en la que se crió, en El Cairo, hasta el que tenía su abuela en los inclinados campos de Somerset, pasando por la exuberante floresta de El paraíso perdido de Milton y los coloridos laberintos de Alicia en el País de las Maravillas, así como los jardines de escritores, como Virginia Woolf, Elizabeth Bowen o Philip Larkin. Literatura, mujer y naturaleza. Un embriagador recorrido que nos lleva de vuelta al hogar primigenio de la humanidad.
Lo que Undine piensa del libro:
Cuando era niña pasaba los veranos en una finca familiar en el norte de España. Era una casona construida por mis bisabuelos al estilo de moda en aquella época: una preciosa edificación con aire modernista e indiano, de cerramientos en madera pintada de marrón, fachada color crema, y un muro bajo con una reja que la rodeaba dejando contemplar lo que en su día fue un bonito jardín. La casa me resultaba muy misteriosa, quizá porque al fallecer mi bisabuela la propiedad pasó a los cuatro hijos que la sobrevivieron, y como ocurre siempre en estos casos, los conflictos familiares causaron el abandono y el descuido de la heredad, dando a ésta un aspecto un tanto melancólico y pintoresco.
El segundo piso de la casa poseía tres galerías, cada una de ellas con vistas a un punto cardinal; desde cada una de ellas se contemplaba, respectivamente, el jardín de rosas, los frutales y el huerto de hortalizas. Recuerdo que me encantaba recorrer dichas galerías y contemplar los terrenos que, pese a la falta de cuidados y el abandono, seguían dando frutos y flores. Mis mayores no me dejaban jugar en el jardín, pues lo descuidado del mismo podía ser el hábitat de bichos peligrosos, o eso me decían, pero yo me escapaba a él siempre que no me veían.
Debió ser entonces cuando me convertí en jardinera. No, no penséis que me dedico a ello, aunque me gustaría. Ni que poseo dotes excepcionales para las plantas, nada de eso; aunque puedo presumir de haber salvado en las últimas semanas una Euphorbia pulcherrima (flor de pascua), que llevaba sobreviviendo misteriosamente cuatro años en mi piso del centro de Madrid y que por alguna razón languideció. La cambié de lugar: la llevé a la zona menos noble de mi hogar, la terraza de la cocina, y milagrosamente comenzó a dar de nuevo hojas de un verde vivo.
Por eso sé que soy jardinera; porque observo las plantas, las disfruto y además tengo antepasadas jardineras. Penelope Lively, así lo afirma en Vida en el jardín:
«En lo que a mí respecta, la jardinería se lleva en los genes y se trasmite por vía materna. En mi familia empezó con mi abuela Beatrice Reckitt, quien creó un magnífico jardín a partir de una tabula rasa de un terreno en pendiente en Somerset (…) Su hija, Vera, mi madre, plantó un jardín inglés en Egipto. Yo me gradué en un pequeño terreno suburbano y de ahí pasé a cuidar sucesivamente dos jardines en Oxfordshire, por uno de los cuales discurrían riachuelos. Mi hija, Josephine, practica la jardinería de una manera mucho más versada que cualquiera de nosotras; música de profesión, oboísta en concreto, asistió a varios cursos de la Real Sociedad de Horticultura (…) y ahora ejerce la jardinería en Londres y en Somerset con una profesionalidad que admiro y envidio. Y parece que su hija Rachel, también música, apunta maneras: el compromiso que desarrolló para con unos guisantes de olor el año pasado dice mucho»
¿No es delicioso este fragmento de la introducción? Evidentemente, mi herencia jardinera es mucho más modesta, pero muy posiblemente en el futuro las nuevas generaciones de mi familia igualen a las de Penelope Lively en el terreno de la música y el paisajismo.
Pero pasemos a comentar el libro que la Editorial Impedimenta nos presenta como:
«A medio camino entre autobiografía, reflexión filosófica y cadena de digresiones, esta maravillosa recopilación de jardines eleva a Penelope Lively a la cumbre de la narrativa contemporánea.»
Si os digo la verdad, en mi opinión, no es un libro para «contarse». Es para ser leído, para vivirlo. En los últimos días he compartido multitud de párrafos con mi familia, les he acosado con infinidad de anécdotas y opiniones divertidas e inteligentes que mantiene Penelope; me han sorprendido riéndo, llorando, abrazando el libro. Porque, amigos, este no es un manuscrito cualquiera, es el legado de Penelope Lively. El resumen de una vida en conexión con el jardín, que comenzó en su infancia en Egipto, con las primeras percepciones de la vida al aire libre, escondiéndose entre las plantas y viajando con sus libros a paraíso lejanos.
La lectura de Vida en el jardín no es una lectura lineal. Me explico: el libro está muy bien estructurado, consta de una preciosa y muy personal introducción, y de seis capítulos titulados:
1. Realidad y metáfora.
2. El jardín escrito.
3. El jardín a la moda.
4. Tiempo, orden y jardín.
5. Estilo y jardín.
6. Campo y ciudad.
Leyendo estos enunciados podríamos pensar que estamos ante un manual de jardinería, pero nada más alejado de la realidad. No puedo evitar imaginar que su lectura se asemeja a la inmersión o retiro junto a la autora en una casa de campo asistiendo a unas jornadas de posgrado de paisajismo que, aún siendo ricas en información, datos y temario, lo realmente importante es el ponente. Un orador carismático y elocuente, que no solo mantiene la atención de su audiencia, sino que su discurso está lleno de sorpresas que desembocan en un apoteósico final.
Todos hemos tenido un profesor, no, me corrijo, maestro, a quien guardábamos una inmensa admiración por su manera de trasmitir su asignatura, su experiencia. En mi caso era el señor Luque, mi profesor de arte. Sus clases eran amenas, fluidas y muy enriquecedoras. Te pasabas la hora escuchando, y cuando querías darte cuenta, no habías tomado apuntes ensimismado como estabas escuchándole. Así es Penelope Lively, así he sentido Una vida en el jardín, lectura enriquecedora, amena y audaz.
Nos habla de las flores más famosas, de las invasivas, de las extranjeras que se han aclimatado y forman ya parte de la flora del país que la acogió. Se hace un alegato en pro de la rosa, flor que reinó durante mucho tiempo y que ha sido atacada por diferentes críticos. Aprendemos el valor de los árboles, conocemos su edad, se nos enseña donde están los más longevos y cuáles son. Se habla de historia, de arte y literatura. Y, cómo no, de diseño paisajístico y de los cuestionados centros de jardinería.
Conocemos a través de Penelope Lively quienes han sido jardineros de corazón de entre los escritores y artistas que conoce y ha estudiado. Como también nos habla de personajes de postín que han protagonizado a lo largo de la historia la crónica social, y que se han interesado por los jardines como emblema de clase social.
Así nos cuenta por ejemplo, como Virginia Woolf y su marido compraron en 1919 Monk’s House, una casa medieval sin ninguna comodidad, pero que poseía un maravilloso terreno que tenía posibilidades para trabajar el jardín. Era tan importante para ella, que incluso figuraba en las entradas de su diario:
«31 de mayo de 1920. La dicha pura y rudimentaria del jardín…Desherbando todo el día para terminar los parterres con una extraña suerte de entusiasmo que me ha hecho decir esto es felicidad. Los gladiolos erguidos en formación; la celinda en flor. Hemos permanecido fuera hasta las nueve de la noche, a pesar de que era una tarde fría. Entumecidos y cubiertos de arañazos hoy, con tierra como chocolate debajo de las uñas».
El término «uñas como chocolate» lo empleará Lively para referirse al jardinero de verdad, el que trabaja su jardín en persona, posando sus rodillas sobre la tierra.
Monk’s House fue cedida a la muerte de Leonard en 1969 al National Trust. El National Trust fue fundado el 12 de enero de 1895 por Octavia Hill, Sir Robert Hunter y Hardwicke Rawnsley. Durante los últimos 120 años, se han convertido en una de las organizaciones benéficas más grandes del Reino Unido, cuidando propiedades históricas y áreas de hermosos paisajes.
Os dejo el link que os llevará a la página de Monk’s House: https://www.nationaltrust.org.uk/monks-house
Penelope Lively nos da un paseo por la narrativa paisajística de Woolf, citando obras como Las olas, Kew Gardens y Al faro. Nos hace un estudio psicológico de lo que su colega escritora pretendía con sus metáforas del jardín, que tenían muy poco que ver con su propia vida en el jardín. Un capítulo francamente interesante, que todo lector de Virginia Woolf sabrá apreciar.
Antes comentaba lo poco que Vida en el jardín tiene de manual, y lo mucho que se asemeja a una amena conferencia con un ponente elocuente y cercano. Un ejemplo son las anécdotas familiares que comparte con el lector. Por ejemplo, para comentarnos la importancia que el jardín ha tenido en la pintura y la literatura desde épocas muy lejanas, cita esta anécdota:
«Allá por los días del jardín de Oxfordshire con los riachuelos, solíamos salir fuera a tomar una copa a media tarde, y Jack siempre decía, mientras se arrellanaba cómodamente en uno de nuestros asientos:
—Ah, el jardín de las delicias.Dudo mucho que tuviera en mente el cuadro del Bosco que lleva ese título, que es una grotesca perversión de un jardín, una suerte de ciencia ficción medieval (…)»
Lively tiene tal frescura en su narrativa que trata temas complejos y abstractos, como es el caso del paraíso, su etimología, el estudio de su posible ubicación en caso de existir, su influencia en literatos (Milton) y civilizaciones (Babilonia, Roma, Mesopotamia, etc.), con tal conocimiento y soltura, que el lector asimila conocimientos sin darse cuenta y termina el capítulo creyéndose casi un experto. Yo, que me tengo por una gran admiradora de Monet, he disfrutado de Giverny como nunca. Y he leído con avidez el fragmento que dedica a pintores como Manet, Renoir y Matisse.
Consigue imprimir con sus palabras aquello que ella otorga a los pintores: emoción. Pues, así denomina al jardín pictórico: «jardín emocional». Lively se demuestra inmensa hablando de las dalias en esta parte del libro.
Un capítulo especialmente interesante es el que denomina «Jardín escrito». Aquí Penelope Lively se siente poderosa, es su terreno más conocido. En él nos habla de escritoras y de sus jardines literarios, que disecciona desde el punto de vista de un literato, pero con alma de jardinera. Una multitud de títulos interesantísimos, unos más conocidos que otros; unos más interesantes que otros, pero ninguno debe faltar en nuestras bibliotecas personales. Un verdadero tesoro para los que, como yo, estamos siempre a la caza de un autor nuevo que nos proporcione nuevos campos que explorar.
Lively se presenta muy crítica y sarcástica con el trabajo de sus colegas escritores. Es francamente gracioso el discurso sobre la narrativa de Elizabeth von Arnim, a quien respeta como jardinera sinceramente (pese a que no le dejaran usar las herramientas de jardín), pero de quien detesta su narrativa por considerarla muy cursi. Un aparte necesita la crítica a la obra literaria de la familia Sitwell. En ella despliega un humor inteligente y sarcástico como buena británica que es, no dejando duda alguna sobre lo que piensa con respecto a esa familia. Si lo leéis, no dejéis de comentarme vuestra opinión al respecto.
Por supuesto, nos cita ejemplos de buena literatura sobre jardines no literarios. Aquí hay documentación para amantes de los jardines y estudiosos del tema. Nadie queda exento en este libro, Penelope escribe para todos, incluso para los más modernos lectores, esos que se hacen denominar fashion victims, estos se divertirán leyendo: El jardín a la moda. Estamos hablando de influencers, lectores.
Hoy día nos creemos la sociedad más avanzada e innovadora. Nada más lejos de la realidad. Lively nos relata quienes fueron los jardineros y diseñadores paisajistas (este término no le gusta), que marcaron estilo y levantaron envidias y críticas en su tiempo. ¡Cómo no, el mundo siempre ha sido igual!
Por poner un ejemplo muy interesantes, nos acerca al trabajo de un diseñador que marcó estilo y del cual seguimos disfrutando todos gracias al turismo y al cine, Capability Brown (1716/1783). Considerado el padre del paisajismo inglés, fue el diseñador más importante de su tiempo encargándose de propiedades que algunos habréis visitado y todos hemos disfrutado en películas de época y en libros de autoras como Jane Austen. Quien haya leído Orgullo y prejuicio recordará el pasaje del viaje que Elizabeth Bennet hace con sus tíos a Pemberley, la propiedad de Mr. Darcy, la cual es comparada con Chatsworth House. Otra mansión muy importante en el siglo XVIII es Blenheim Palace, hogar de el Duque Marlborough, el famoso «Mambrú» de la canción popular y antepasado de Winston Churchill.
El trabajo de Capability Brown sería muy criticado a su muerte, pues ya se sabe, al igual que pasa en otros ámbitos de la cultura, las modas cambian y a rey muerto rey puesto. Los románticos criticaban el Clasicismo, pero a ver quién se atreve a meterse con Mozart, yo no. Muy interesantes son las reflexiones sobre el impacto en la naturaleza y el medio ambiente, que se desarrollan en este capítulo, y que analiza lo propio o impropio que es devastar un paisaje, cambiar su esencia en función de un diseño.
Otras jardineras que marcaron estilo en su época fueron: Gertrude Jekyll y la famosa escritora y personaje social de relevancia Vita Sackville-West.
Jeckyll, influencer de la era victoriana y eduardiana, había diseñado más de cuatrocientos jardines a su fallecimiento en 1932, era imitada y copiada por toda Inglaterra, y la propia Lively habla en su libro con mucho humor de «pirateo» de su abuela sobre los diseños de Jekyll.
Con respecto a Vita, de quien Lively se declara seguidora, está considerada como la nueva jardinera moderna. Marcó un estilo en la época eduardiana, que hoy día aún perdura en la cultura jardinera británica, tan característica por la combinación de diferentes especies, haciendo del caos un admirable y precioso orden. Muy curiosa es la confidencia que Lively nos hace a sus lectores con respecto a Vita; es realmente irónica para ser comentada por una escritora. Me acojo al privilegio del silencio en este caso, y os dejo que la saboreéis en el libro.
Llegados a este punto, en el que hemos disfrutado de un paseo por la historia, con anécdotas y cotilleos que hacen las delicias del amante de lo british, la autora se pone filosófica y melancólica. Nos habla del paso de la vida, de lo efímero de la misma, en Tiempo, orden y jardín.
Un precioso y emocionante capítulo donde se hace mención a escritoras como Willa Cather y Laura Ingells. Es el homenaje a los pioneros, a su trato con la tierra que los acoge, a lo primitivo de la Tierra. Un capítulo donde se venera la longevidad de los árboles; se les otorga poder de emoción; son el tic tac que marca el paso del tiempo. Que está muy presente en toda la obra, pues Penelope no olvida su edad, y siempre que ocurre esto recuerda su yo infantil.
Una bonita anécdota de la infancia de Penelope con respecto a los árboles viene a enriquecer el libro de esta manera.
«Nunca me ha ido mucho lo de abrazar a los árboles, pero sí que comparto cierta empatía con quienes lo hacen. Esa tendencia mía al animismo, en lo que respecta a los árboles, empezó a manifestarse en mi infancia, en aquel jardín egipcio donde a menudo entraba en comunión con un eucalipto en particular. Pero en el jardín de nuestros vecinos había un baniano por el que los envidiaba profundamente, convencida de que ellos lo valoraban mucho menos que yo; tendría que haber estado en nuestro jardín.»
Al parecer, del baniano cuelgan una especie de lianas que los niños atan y utilizan a modo de columpio. Aquí Penelope Lively conjuga los sueños de la niña que fue con los recuerdos de la anciana octogenaria que es, se cierra el círculo del tiempo. Un capítulo que me hizo llorar, emocionada por las evocaciones de una mujer que ha vivido todo y que recuerda, como si de hoy se tratara, la visita que hizo en 1945 a la zona bombardeada de Londres donde emergieron las murallas romanas rememorando la gran masa morada que cubría los restos arqueológicos. Era la adelfilla, una especie que busca tierras asoladas quemadas para crecer. Una vida entera en comunión con la naturaleza.
Penelope Lively es una mujer vital, no permitiría jamás que el lector decayera en su ánimo, como tampoco lo haría un buen orador ante su audiencia, por eso «anima el auditorio», decide hablarnos del «estilo».
El «estilo» es algo de lo que los ingleses entienden un montón, y de la falta del mismo más aún. De entre todos los ingleses Nancy Mitford es la reina, pues «de casta le viene al galgo». Divertidísimo apartado éste, donde se muestra tan audaz como la propia Mitford en sus novelas. Nos ofrece un discurso sobre la elegancia en el jardín, que Edith Wharton hubiera elogiado, como también le hubiera gustado escuchar o leer la anécdota familiar de la boda de la nieta de Penelope, en la que se vieron obligados a la fabricación casera de popurrí con pétalos de rosas, por ser éste demasiado caro comprado en uno de esos negocios emergentes tan modernos de internet.
Pero la genialidad total es cuando Penelope (disculpe maestra que la tutee, pero a estas alturas me declaro pupila suya), se declara xenófoba y aboga por proclamar a los jardineros y jardines ingleses como los mejores del mundo. Ya he comentado que, pese a que la autora considera que mi perfil es de jardinera, no entiendo de jardines más que lo que estudié en mi carrera. He visitado muchos en Inglaterra gracias al National Trust, he disfrutado de las maravillas que nos ofrecen los castillos que bordean el Loira, las villas italianas me fascinan, Alemania tiene también un gusto exquisito; pero si me dan a elegir, yo me dejaría vagar por los jardines británicos.
Estamos llegando al final, queridos lectores. Y para cerrar este maravilloso libro la autora plantea la disyuntiva: campo y ciudad.
Una reflexión que el lector deberá valorar por las palabras de la autora, quien alude al famoso cuento de Beatrix Potter, El cuento de Juanito Ratón de Ciudad. Por si quienes me leen tienen alguna duda en su decisión, la despejaremos con las palabras de la propia Penelope niña otra vez:
«Tenía una abuela de ciudad y una abuela de campo, y no hacían más que mandarme de la casa de una a la casa de otra. No hay duda de quién se impuso de las dos: mi abuela de Somerset con su vasto jardín y un cielo repleto de aire fresco (…)»
No creo que ninguna persona que me estén leyendo se sienta víctima de un spoiler, pues todo cuanto he escrito hasta ahora hace honor al título del libro. Penelope Lively cerró aquí Vida en el jardín. Espero haber podido trasmitir un diez por ciento de la armonía que encierra. Un texto que me ha costado reseñar muchísimo, porque, ¿Quién encierra en una botella la belleza?
Vida en el jardín es un magnífico regalo que Penelope Lively hace a los amantes del jardín y la jardinería. Un legado que generosamente da a la humanidad, en estos tiempos de descreimiento, donde las prisas y la inmediatez dejan relegado al olvido la contemplación y el disfrute de lo que la naturaleza nos ofrece. El libro es un tesoro escrito que, en mi opinión, se convertirá en documento de culto para todo estudioso de las bellas artes, libro de cabecera para el amante de la buena literatura y divertida lectura para todos, pues la cercanía de la autora consigue esa extraña magia.
Pero también es un homenaje a esa Penelope niña enamorada del baniano de sus vecinos de Egipto, esa que se escondía entre los matorrales del jardín inglés de su madre y la que se quedó extasiada por un «mar morado de adelfillas» causado por las bombas alemanas de la Segunda Guerra Mundial. Un canto a la vida de una octogenária, que posee el alma de la juventud.
Quiero agradecer a la Editorial Impedimenta y a Enrique Redel particularmente, el empeño por editar Vida en el jardín. Los que conocen el mundo editorial saben lo arriesgado que es ofrecer determinados títulos a la sociedad en general y más en concreto a la española, acostumbrada quizá a otro tipo de lecturas. Vida en el jardín es una apuesta a la que me adhiero con el corazón, porque cuando algo te hace vibrar como Penelope Lively consigue con su trabajo, amigos lectores, eso es arte y, en palabras de Aristóteles:
«El objetivo del arte es representar no la apariencia externa de las cosas, sino su significado interior».
Undine von Reinecke ♪