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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Y como uno no tiene demasiadas oportunidades de descubrir a escritoras de esas «latitudes» y la fiabilidad de la editorial madrileña es máxima, la lectura se antojaba de lo más apetecible. Felizmente. Porque estamos ante un relato poderosísimo sobre madres e hijos, vida y muerte. Casi nada.

Nacida en la capital moldava, Chisináu, en 1978, Tatiana Ţîbuleac siguió la estela familiar —periodista y correctora de diario respectivamente— estudiando Periodismo y Comunicación mientras ejercía de traductora, correctora y reportera en diversos medios. A mediados de los noventa logró notoriedad gracias a su columna «Historias verdaderas» en Flux, una de las cabeceras más relevantes en lengua rumana, paso previo a convertirse, a partir de 1999, en un rostro habitual del telediario de la cadena ProTV con su reportajes de corte social. Su carrera literaria arrancó en 2014 con la colección de relatos Fábulas modernas, a la que siguió El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes en 2016. Fenómeno literario en Rumanía respaldado por la crítica, la novela ha recibido el Premio de la Unión de Escritores Moldavos, el de la revista literaria rumana Observator Cultural o el Lyceum, además de ver como el número de idiomas a los que se traduce no para de crecer —aquí a cargo de Marian Ochoa de Eribe—. Afincada en París junto a sus dos hijos, donde continúa trabajando en el sector de la comunicación audiovisual, Ţîbuleac publicó el año pasado Jardín de vidrio, segunda novela que acaba de alzarse con el Premio de la Unión Europea de Literatura y que, si es tan solo la mitad de potente que la que nos ocupa exige pronta publicación, amigos de Impedimenta.

Y es que El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes es una lectura imposible de abandonar una vez comenzada la novela. El impacto es inmediato, en cuanto nuestro narrador, el torturado pintor Aleksy, abre la «caja de los truenos» de su memoria, poniendo por escrito, a recomendación de su psiquiatra —que cree puede resultar una actividad beneficiosa para superar su actual bloqueo artístico—, sus recuerdos de los últimos tres meses, junto a otros posteriores, crucialmente vinculados a ellos, pasados con su madre enferma en una pequeña localidad costera francesa, años ha. Y para cuando el lector, recuperado del noqueo inicial, parece haberse acostumbrado a la intensa, incluso brutal voz narrativa, la fuerza de las emociones y sentimientos, abiertos en canal, te atrapa sin remisión. Doscientas cuarenta páginas de implacable humanidad.

Rabiosa visceralidad y redención. Reconciliación y pérdida. Como una funambulista en el alambre, Ţîbuleac logra un imposible equilibrio de extremos anímicos y lazos afectivos reconstruibles pese al devastador pasado, el inexorable desenlace y la tragedia a la vuelta a la esquina. Muerte, rechazo, enfermedad… repite de nuevo. Lo tremebundo de la situación, sumado a la envergadura del rencor y la furia almacenadas por Aleksy a causa de una existencia desgraciada y la cruel ausencia de la figura materna, consumida por el dolor del fallecimiento de Mika, la hermana pequeña de éste, se contraponen con la posibilidad de la segunda —última, en realidad— oportunidad, el reencuentro y el perdón antes de que el cáncer se lleve también a su madre. El contraste es tal que la credibilidad de la novela debería resentirse, quedar seriamente en entredicho a medida que ésta va desarrollándose —paro el «destripe», pero aún hay más—. Sin embargo, en El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes sucede todo lo contrario.

Porque la novela funciona como una inesperada maquinaria de precisión, empujada por la pulsión de una trama febril que, pese a vislumbrarse con anticipación y conocerse a trompicones, es arrolladora e impele a no abandonar la lectura. Si a eso le sumamos la rotundidad del personaje central, dañado mental y emocionalmente, en su sentida y desesperada mirada atrás, esos tres meses de verano se transforman, quizás no en algo del todo entendible —la magnitud del drama y la angustia—, no obstante en algo con lo que el lector va a empatizar completamente. Tatiana Ţîbuleac nos está contando una historia casi tan antigua como el mundo: la relación entre una madre y un hijo, y la de ambos con la fatalidad. La diferencia es que en El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes estamos ante su versión más cruda y no hay lugar para edulcorantes ni artificios.

Del odio al vínculo nunca tenido pero aún recuperable, esta exposición de la convulsión y la interrogación constante hecha novela, íntima y descarnada, combina la bofetada amarga con el apego y algo parecido a la esperanza —frágil, volátil, esquizoide— en un artefacto literario muy especial. Gran descubrimiento.

Raül Jiménez