Poco o nada podemos encontrar de la escritora guadalupeña Maryse Condé en castellano, aun cuando se le ha otorgado el autoproclamado Premio Nobel Alternativo de Literatura (en sustitución del principal, suspendido por varias polémicas que vienen a demostrar que no es oro todo lo que es nórdico). Con un caramelo tan dulce como la palabra «Nobel» en la faja, lo raro habría sido que ningún editor hubiera corrido a traducir a esta autora que empezó a escribir en una edad tardía. Pero en vez de publicar su obra más aclamada (Segu), Impedimenta va y publica sus memorias de infancia, Corazón que ríe, corazón que llora. Parece como si la editorial, adoptando las maneras ceremoniosas de un convite formal, quisiera presentarnos a Condé antes de introducirnos a su literatura.
A través de esta lectura amena y fluida visitamos a cuentagotas diferentes recuerdos de la infancia de la menor de ocho hijos de una familia criolla de Guadalupe. Cuando Maryse nació sus padres ya eran mayores y sus hermanos ya eran adultos, así que creció en soledad en el seno de una gran família. Avispada y observadora, no tarda en detectar la incoherencia en la forma de proceder de sus padres, que sentían devoción por Francia, y esta patria idealizada, a su vez, no les correspondía debido al color de su piel. Con los primeros actos racistas que sufre, ella misma va tomando consciencia de su condición.
Condé discurre por el prólogo luminoso de su vida, cuyo futuro se intuye lleno de sufrimiento y oscuridad. De entre sus numerosos hermanos desdibujados destaca Sandrino, el más cercano en edad, cuyo carácter hipnótico no tarda en atrapar al lector. Sandrino es quien le dedica más tiempo a la pequeña Maryse y pronto se erige como su héroe personal; quien la guía y la lleva a plantearse las cosas que se plantea en cada momento.
Es una verdad universalmente conocida que el mayor riesgo de una autobiografía es la de aburrir al lector con datos y anécdotas que el autor, engañado por su propia subjetividad, cree relevantes y/o fascinantes. Maryse Condé parece haberse propuesto eludir esta trampa, quizás pecando de excesiva prudencia. Y es que estas memorias avanzan con una sencillez y una naturalidad tal, que uno se queda con la sensación de que se pasa superficialmente por personajes con evidente potencial (como la madre de la protagonista o su hermano Sandrino).
Se trata de un libro breve, poco más de ciento cincuenta páginas que, a través de cortos capítulos, se leen en una tarde. Se disfruta, pero también deja con ganas de más. Luego, a medida que pasan los días y recuerdas alguna escena, alguna reflexión o, en mi caso, a Sandrino, llegas a la conclusión de que quizás así es mejor, que quizás esos recuerdos esbozados son suficientes porque dejan ver mucho entre líneas. «Es una gramática construida por la imaginación», tal y como asegura un personaje en mi lectura actual (la también amena novela de Alfonso Cruz, Los libros que devoraron a mi padre). Y, a fin de cuentas, ¿qué son los recuerdos si no esbozos que mezclan vivencias simplificadas y lagunas rellenas de imaginación?
Sin decepcionarme ni aburrirme pero asimismo sin desgarrarme ni fascinarme, guardo un buen recuerdo de estas memorias, que me han dejado con ganas de leer, ahora sí, alguna novela de Maryse Condé. Sólo falta que Impedimenta haga los deberes correspondientes.