Fue la primera vez que alguien describía una invasión alienígena. Como ahora cuando los grupos llegan a las máximas cotas de confrontación, subrayando que no se parecen en nada, los habitantes de la Tierra y los marcianos que llegaban para conquistarla simbolizaban el rechazo al diferente y el miedo a la diferencia. Ese conflicto entre lo propio y lo distinto le permitió a Wells criticar el colonialismo británico y su pretensión de dominar a otros pueblos con menor desarrollo tecnológico bajo la excusa de su salvadora superioridad, que resultó a la postre catastrófica. Y también le sirvió para criticar a los suyos, a la sociedad victoriana, cuyos miembros se creían seguros, eficaces e inteligentes, mucho más que los demás, cuando la realidad ponía en duda su ombliguismo.
Aunque Wells tuviera casi cuarenta años más que Orwell, ambos fueron coetáneos y murieron con menos de cuatro años de diferencia, el primero en 1946 y el segundo en 1950. No se llevaron bien, como atestigua el escritor David Lodge, maestro en el género de la novela de campus, en su biografía novelada sobre el autor de La guerra de los mundos, titulada Un hombre con atributos, que acaba de publicar Impedimenta.
En un artículo aparecido en la influyente revista Horizon, Orwell consideraba que «nadie que se dedicara a escribir libros entre 1900 y 1920, al menos en inglés, tuvo tanta influencia como él (Wells) en los jóvenes». Era un halago envenenado. Quería decir que a partir de la segunda fecha su poder había decaído.
En una entrevista imaginaria, Lodge le pregunta a Wells por cómo le habían sentado esas alabanzas. No le habían gustado, porque venían a decir que desde 1920 había estado matando «dragones de papel». En vez meterse con los peligros concretos, como las tendencias totalitarias, aunque fuera de una manera alegórica, Wells se había quedado en los marcianos de finales del siglo XIX. Orwell pensaba además que su colega tenía una fe desmedida en el poder de la ciencia para salvar el mundo. Pero este recordaba que en La guerra de los mundos no es la ciencia la que salva a la Tierra de los marcianos, sino su debilidad ante las bacterias infecciosas.
Lodge pone en boca de Wells su defensa por la ciencia como medio para progresar siempre que se utilice para objetivos justos. Los autores cristianos como T. S. Eliot, prosigue, son incapaces de tener esta visión optimista. «Nunca han esperado nada mejor que bombardeos y campos de concentración, porque creen en el pecado original. Por lo tanto, pueden quedarse contemplando el fin de la civilización, con los pies encima de la mesa, mientras esperan el Segundo Advenimiento», escribe Lodge haciendo el ventrílocuo con la voz de Wells.
Pero antes que esa segunda llegada de Cristo, que enderezará todas las locuras cometidas, habrá que pasar por el Apocalipsis, el último libro de la Biblia, que acaba de traducir del griego el filósofo bilbaino Patxi Lanceros, y en el que el horror lleva en sus entrañas un mensaje de posible salvación.
Iñaki Esteban