En un camino que casi nunca se recorre en el ámbito artístico, Thomas Tryon (1926-1991) pasó de la interpretación a la escritura de novelas y relatos cortos. Pero, en su caso, no hubo un intento por alternan ambas disciplinas, sino que a finales de los años sesenta dejó los «hábitos» de actor para el que había sido el protagonista absoluto de El cardenal (1963). Más tarde, Tryon confesaría que la tiranía mostrada por Otto Preminger durante el rodaje de El cardenal hizo mella en su persona, sedimentando al cabo un sentimiento de recelo para con un medio que le había dado una gloria efímera o, cuanto menos, mucha menor resonancia de la que había anhelado cuando hizo su debut a mediados los años cincuenta.
El «otro» Thomas Tryon
Natural de Hartford, una pequeña localidad del estado de Connecticut donde nació en 1926, Thomas Tryon se enroló en la marina durante la Segunda Guerra Mundial. Poco trascendería en aquella etapa su afición por la literatura, pero a su regreso a los Estados Unidos completó sus estudios académicos en la Universidad de Yale. Sin embargo, su porte físico le encauzó hacia la interpretación hasta alcanzar un notorio prestigio internacional por su papel de clérigo en El cardenal, presumiblemente el único título por el que sería recordado. Recordado sí, ya que la obra que le llevaría a la posteridad sería por El otro (1972), aunque en labores de adaptador y autor de la novela de partida. Una nueva etapa se abría, pues, a principios de los setenta, cuando vio la luz su ópera prima El otro (1971), en un giro artístico que sorprendió a propios y extraños, máxime al saberse que ese relato distaba de ser una obra sin pretensiones literarias, surgida al calor de una fama como actor en retirada con ínfulas creativas. Tan pronto se puso a la venta el libro, los estudios cinematográficos intuyeron su potencial y en tn sólo un año ya se había materializado en película de la mano de Robert Mulligan, y con una doble intervención de Tryon en calidad de guionista y (co)productor. Una apreciable «conquista» al erigirse en coautor de un film de la calidad de su homónimo literario, que Tryon aprovechó para alumbrar otras obras como Harvest Home (1973) o Corned Heads (1976), una serie de relatos que incluía el de Fedora, moldeada por Billy Wilder a modo de revisitación de El crepúsculo de los dioses (1950). Por desgracia, al margen de El otro, editada por Opera Prima en 2001, gran parte del legado literario de Tryon aún permanece inédito en nuestro país. Las excelencias de su novela más popular podría dar pie en un futuro a la recuperación de unos textos que tuvieron la particularidad de ser concebidos por un ex actor cuya plenitud artística la lograría paradójicamente escribiendo. Su muerte, acaecida en 1991, justo el año que su coetáneo Robert Mulligan y, a la sazón director de El otro (1972), se despedía del cine, sesgó una actividad creativa de enjundia, más allá de lo que pueda señalar su etiqueta de galán durante los años de la Guerra Fría y los constantes y malintencionados equívocos sobre su persona (la falsa idea que fue hijo del actor Glenn Tryon; relaciones homosexuales fuera de su pareja de hecho oficial, un miembro del Chorus Line; motivos inventados sobre su salida del mundo del celuloide, etc.)
Una obra mayor
Publicada casi al mismo tiempo que se proyectaba en las salas comerciales de nuestro país su adaptación cinematográfica, El otro conoció una primera edición por parte de Grijalbo. Tuvieron que pasar unos treinta años hasta que otra editorial imprimiera el texto de Thomas Tryon. Dada esta prolongada ausencia de las librerías españolas, no era difícil incurrir en ciertos errores sobre El otro, que competen incluso a la extensión del mismo y siendo distorsionada su apreciación literaria en función de su referente cinematográfico. Es decir, durante mucho tiempo El otro fue una de esas novelas de las que se hablaba más que se leía, en boca de aficionados al cine —en especial del fantastique— que querían descubrir el material que había inspirado ese prodigio en la gran pantalla. Para el que esto suscribe, la relectura de El otro no hace más que corroborar la grata impresión que obtuve al acercarme por primera vez al relato de Thomas Tryon en las fechas inmediatamente posteriores —2001— a la publicación por parte de Opera Prima dentro de su colección Imperdibles. De aquella edición con una portada blanca salvo los nombres que figuran en ella y sin que aparezca traductor al castellano acreditado hemos pasado a una excelente publicación de la mano del sello Impedimenta, que logra sumar un nuevo título de enjundia con marchamo de culto a su sinpar colección de obras literarias.
Explotada a nivel comercial con el subtítulo de «La obra precursora del psicoterror moderno», quizás con la intención de captar a un público lector que tan sólo tenía referencias de oídas del film dirigido por Mulligan, en realidad El otro responde más a unos criterios de tradición de novela gótica, en el que lo sugerido gana terreno a lo explícito. Lo que interesa a Tryon es conformar un entramado de sensaciones, de elementos cotidianos en una comunidad rural del interior de los Estados Unidos enfrentados a un universo en paralelo donde cohabita lo mágico y lo extrasensorial. Con un mayor peso que en el film, el personaje de Ada es quien propicia los «puentes» sensitivos necesarios para que el mundo de los vivos (Niles) conecte con el de los muertos (su hermano Holland). La obra de Tryon no excusa el valor de la primera persona (la del narrador), un punto de vista que inclina la balanza hacia lo subjetivo, en contraste con el resto de la narración que transcurre por los derroteros de una sublime descripción del paisaje rural y humano de Peackut Landing. Una comunidad aislada al mundo salvo las puntuales alusiones al cinematógrafo —por ejemplo, a Greta Garbo, uno de los referentes femeninos del Mudo que serviría a Tryon de molde para el retrato de Fedora, epónimo del relato incluido en Corned Heads—, a acontecimientos sociales o personajes relevantes de la época (el asesinato de Dillinger, al presidente Theodore Roosevelt y al secuestro del hijo de Charles Lindberg, entre otros asuntos) de la Depresión Americana, y a culturas «exóticas» como la española, que en su mayoría fueron eliminadas en su versión cinematográfica.
Existen numerosas diferencias entre el film y la novela, aunque en sendos casos se practique la excelencia artística. A Robert Mulligan, sin duda, le atrajo del relato de Tryon la recreación sobre el mundo de la infancia que tan bien había sabido plasmar en su adaptación de Matar un ruiseñor (1962). El aspecto macabro del relato, que se diluye en la primera parte del mismo por el preciosismo a la hora de describir el ambiente rural y perderse en los vericuetos de los orígenes familiares, gana en intensidad en el tramo final en el que se nos desvela el gran secreto: los actos criminales de Niles están alimentados por la maldad de Holland, cuyos hilos parece moverlos en la sombra la tía de éstos, Ada, de ascendencia rusa. Y es a partir de esta postrera parte en la que se basó Tryon para construir su guión cinematográfico, siendo la más fiel a su relato original, sabedor que los historiales familiares poco importaban a los ojos de unos espectadores capturados por el magnetismo de una historia que juega con la constante pregunta si en realidad hay uno o dos niños que maquinan una serie de crímenes con una inocencia y una candidez de cara a la comunidad de la que forman parte que les da el giro terrorífico para convertirse en un film que al visionarse uno ya no puede olvidar por más tiempo que viva. Una percepción que asimismo se da al enfrentarnos a este magisterio literario único e inimitable perpetrado por Thomas Tryon a caballo entre los años sesenta y setenta. Un clásico sin paliativos.
Christian Aguilera