Francés, español, sueco, italiano, alemán. La primera novela de la moldava Tatiana Tíbuleac se ha traducido o se traducirá a por lo menos cinco lenguas este año, tres después de que El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes viera la luz en su lengua original, el rumano. La traductora, reportera y escritora (nacida en Chisináu en 1978, residente en Francia) ya había publicado un libro de relatos antes, pero ha sido esta historia de perdón necesario para seguir viviendo la que la ha puesto en el mapa literario de su país, y no solo en él, como se ve. «Es como si cientos de miles de personas te dieran la mano para pasar un puente», dice sobre todas esas traducciones que hacen más visible una literatura que suele quedar al margen. «Nosotros tenemos la suerte de que Mircea Cartarescu nos ha abierto la puerta de par en par, y cualquier lector que haya entrado por ahí, si sabe que existe otro libro en rumano, va a acercarse porque aunque seamos totalmente distintos sabe que hay mucho más detrás», explicaba Tíbuleac en una visita a Bilbao en junio. Con ella estaba su traductora, Marian Ochoa de Oribe, que lo es también de Cartarescu…, y que tuvo todo que ver en la llegada de El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes al mercado en español. «Lo voy a traducir aunque sea lo último que haga», le dijo al editor de Impedimenta en julio pasado, cuando lo leyó en Rumanía y quedó maravillada por «las fibras que toca: amor, muerte, perdón, frustración, silencios familiares, todos esos carromatos de caca», resume.
— Las dos primeras frases son muy brutas. Cualquiera se queda enganchado a esa expresión de odio de un hijo hacia su madre…
— No sé si he querido llamar la atención a través de estas palabras tan duras, más bien creo que me he dejado llevar por el impulso y así es como he encontrado los personajes, el tema. De hecho, empecé la novela con otro capítulo. Pero cuando empecé este, con esta frase, me di cuenta de que era la clave de todo. Y todo encontró sentido, se unió.
— ¿Impulso? ¿Cuál era el estado de ánimo?
— Ha habido varios, es un libro sobre los estados de ánimo. Ha habido miedo, deseo de perdonar a través de la escritura, deseo de responder a algunas antiguas preguntas, y en cierto sentido, recurriendo a la imagen de la botella arrojada al mar con un mensaje, creo que este libro es la botella que he arrojado yo con un mensaje para mis hijos cuando sean mayores. No sé si ellos hablarán rumano cuando sean adultos, pero quiero que sepan que su madre los quiso como pudo.
Unir caminos
— Lo dice también esta madre. El hecho es que ella y su hijo, el narrador, están destrozados.
— Sí, es lo que hace la ausencia de amor, ese es el motivo del libro. Y todo lo que puede reparar la presencia del amor. Una persona que no ha recibido amor no puede entregarlo. Y muchas veces, para poder recibirlo también tienes que hacer las paces contigo mismo.
— Es un camino muy duro el que hace esta madre.
— Hay varios que lo hacen. Y en algún momento todos estos caminos se unen. Creo que es la muerte lo que los une, aunque no pueda sonar muy bien.
— ¿Verla de cerca impulsa a intentar arreglar algo?
— Es esa presencia la que impone el ritmo, el tiempo, es inevitable. De hecho, el desenlace del libro ocurre después de la muerte. Es uno de los mensajes: no existe el demasiado tarde. El hijo empieza a amara la madre, a perdonarla retrospectivamente, cuando ella ya ha muerto.
— ¿Qué le ha pasado a esta mujer?
— Ella se recupera primero a sí misma porque ha sido desdichada a todos los niveles siempre: en la pareja, en la familia, como madre. Y cuando enferma gravemente y se ve forzada a cuidar de sí misma, se vuelve hacia ella y es así como encuentra la forma de ser amada y de ser feliz.
— Son emigrantes. ¿Hasta qué punto es importante ese desarraigo en la trama?
— Es muy importante. Porque cuando la gente sale de su zona de confort, probablemente todas sus reacciones están en cierto modo detenidas, ralentizadas; y en estos momentos en los que tanta gente tiene que abandonar ese lugar seguro, la familia, el país, la lengua que habla —y yo también lo he hecho al escribir este libro, porque no habría podido escribirlo en Moldavia, eso te hace superar fronteras y encontrar una nueva forma de redefinirte. Estos personajes emigrantes en Inglaterra, ese ambiente difuso, es un homenaje a toda esta gente desarralgada que ha tenido que romper con sus raíces y encontrar nuevas palabras para definirse.
— La novela es durísima, pero hay muchas imágenes asociadas al campo que parecen pinceladas de un cuadro.
— En la novela, el pueblo es un planeta separado. Puede ser de Moldavia, de Francia, de España. Me gusta mucho estar en el campo. En ese entorno siento que mi cabeza se vacía de las cosas que no son importantes y vuelve a lo que es importante en la vida. Si estoy en situaciones desagradables, a disgusto, procuro volver a estas cosas pequeñas que me permiten encontrar el sentido. He comprobado que muchos lectores en muchos sitios son especialmente sensibles a estos detalles —el mar, las amapolas, los caracoles—, lo cual quiere decir que todos reaccionamos igual ante esta belleza de las cosas simples de las que, paradójicamente, nos protegemos.
— El texto se rompe con pequeñas frases casi poéticas. ¿Era su respiro en la escritura?
— Tengo que reconocer que las he introducido después, al releer el libro. Han brotado por sí mismas con ese fin, para respirar después del capítulo. Algunas funcionan como referencias fundamentales. Y si yo tuviera que resumir el libro en unas cuantas frases, serían estas. De hecho, esta es la vida de la madre relatada por su hijo, Aleksy, en frases cortísimas. Realmente es así como definimos a cualquier persona que hemos conocido, es curioso, la contamos en cinco o seis frases. Es triste y a la vez fascinante poder resumir la vida de un ser humano en tan poco. Sobre todo la gente que ha estado sola, que no ha dejado descendencia. ¿Qué queda de ella? Solo retazos.
—Elena Sierra