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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Acerca de «Faster»

Conocí a Eduardo Berti hace muchos años, a inicios de los ’90. Seguro que él no se acuerda.

Yo había escrito una biografía sobre Luca Prodan animada por el libro Luca, de Polimeni, y alguien me aconsejó que lo contactara. Lo hice, no sé cómo. Recuerdo un encuentro en una cafetería de la avenida Santa Fe, y otro en un estudio de televisión. Creo que Eduardo participaba en un programa sobre rock. No sé si le di el texto o qué pasó. Lo cierto es que la novela sigue (gracias a Dios) inédita.

Pero a ese libro, que se llamaba Un tren a El Palomar, y que casi escribí a dos manos con el querido Jorge Crespo, por entonces manager de Las Pelotas, le debo el hecho de haber conocido a Andrea Prodan. Una mañana en las escalinatas del Colón. Voy a llevar un sombrero rojo con una pluma, me dijo. Y por haber agregado la pluma, supe que estaría frente a un artista. Y sí. Ahí estaba. Con sombrero y pluma. No pudimos empezar mejor: riendo. Fuimos a almorzar a una parrilla turística de la avenida Córdoba. No paró de hablar de su vida, de su hermano Luca, de teatro, de cine. Yo, de emocionarme. Me dijo que me encontraba muy parecida a Assumpta Serna. Yo no sabía quién era. Pretendí que sí. Le di el manuscrito de mi novela un momento antes de que nos echaran. Eran casi las cuatro y media de la tarde. Nos habíamos quedado solos, arrinconados y felices de recuerdos, con los mozos murmurando su impaciencia en la penumbra. Pedimos disculpas. Nos despedimos en la vereda, al lado de la vaca.

Andrea me llamó un tiempo después. Vosss lo conociste, me dijo. Aseguró. Volví a decirle, como en el restaurante, que lo sentía mucho, no sabía cuánto, pero que no. Entonces dijo que no entendía que no lo hubiese conocido personalmente a Luca, porque tras haber leído el libro, sentía que nadie lo había comprendido mejor.

A Eduardo no volví a verlo. Pero sabía de sus libros, por supuesto, y siempre me alegraba la aparición de una nueva novela suya. La primera, Los pájaros, se me mezcla con otra, la de mi ex vecino de redacción Pablo de Santis (él y el querido y recordado Polo, Fabián Polosecki, soñaban por entonces con dejar ese trabajo horrible en una revista en la cual se la pasaban inventando historias), que también se llamaba Los pájaros, y que me regaló con una preciosa dedicatoria.

Y así, de pronto, Eduardo Berti vuelve a mi campo de visión. Hace unos meses me comunicaron que habrá un homenaje a Adolfo Bioy Casares en Bordeaux, Francia, y que Berti –que vive en esa ciudad- es uno de los escritores invitados. Qué maravilla, pienso, que Berti quiera hablar sobre Bioy, sobre quien he escrito tres libros.

Y ahora, justo ahora que en una revista se está publicando, cada mes, un capítulo de una novela inédita (otra) que escribí hace muchos años y que trata sobre la Fórmula 1 de los años 1979-1983, Berti publica Faster. Donde habla, entre muchas otras cosas, de Juan Manuel Fangio, a quien tuve el gusto de frecuentar. Recuerdo que en una de las cenas que me tocaba organizar para Corsa allá a comienzos de los 80 una vez por mes en una parrilla muy conocida, también de la avenida Córdoba y cuyo nombre se me escapa, se apareció con Cacho (todos sabíamos que era su hijo, pero él decía que era un amigo y respetábamos esa farsa siguiéndole el juego), y me dijo, con su singular simpatía, cuando me llamaron para anunciarme su presencia: «Vi luz y subí». Todas las mesas estaban ocupadas. No sé cómo hicimos, pero después del demoledor «¿Vos los invitaste?» que me lanzó uno de los responsables de la revista, nos las ingeniamos para que se quedaran.

Y otra vez logramos para la revista, gracias al inefable Juano Fernández, realizar lo que todos deseaban: franquear los secretos y tomar la foto de dos grandes juntos durante una cena en un hotel de la zona de Retiro: Juan M. Fangio y Ayrton Senna.

Y ahora, tantos años después, el quíntuple reaparece en mi vida bajo la forma de este libro de Berti. Me cuesta creer que en la adolescencia le gustara tanto la F.1. Lo leo, conmovida, y se acrecienta mi admiración por él.

«Nunca fui un corredor espectacular. Si había algún loco cerca de mí, lo dejaba pasar y luego lo seguía, nunca dejándolo que me perdiera de vista. Muchos pilotos me habrían ganado si me hubieran seguido. Perdieron porque me pasaron.» Otra lección del Maestro, o la misma.

Tengo para mí, entre otras cosas, que a Eduardo Berti le molestaría que le preguntaran si es un periodista que escribe o un escritor que comenzó haciendo periodismo.

Y los Beatles, claro.
Para Berti fue George. Para mí fue John.

Un día de diciembre de 1980, cuando vuelvo a casa mi madre me dice que han matado a un Beatle.
Dios me perdone, pero le pregunto si se trata de Paul McCartney.
—No.
—Ringo Starr —digo.
—Tampoco.
—Ay… ¿George Harrison?
—No.
—¿Estás segura?
—Sí. El otro.
—¿Cómo “el otro”? Paul McCartney, te dije.
—No, te dije que no, ese tampoco…
—¡No, no, no! No me digas que es John Lennon…
—¡Sí!—dijo mi madre—. Ese, Lennon.
Igual que la madre de Fito Páez, la mía nunca escuchó a los Beatles.

Escribí sobre John Lennon en mi diario íntimo. Llorando, mientras ponía y volvía a poner, en el grabador, una y mil veces, las canciones de los Beatles. Mientras hacía como que estudiaba Geografía, que me había llevado a diciembre, con los nombres de las capitales y las montañas y los fiordos desdibujados por mis lágrimas en las páginas tristes de los libros de estudio.

Y escribí un artículo que se llamó «Por siempre, John». Se lo mostré a una amiga de mi madre. Ella, sin saberlo yo, se lo dio al director del diario de Tres Arroyos. Una semana más tarde, Hugo Pérez (de él se trataba) me llamó por teléfono para decirme que iban a publicarlo en la edición del domingo siguiente. En La Voz del Pueblo. Y volví a llorar, sin poder perdonarme la felicidad que eso me provocaba.

Fue la primera nota mía que apareció en un medio gráfico. Siempre que recuerdo este comienzo y pienso en que desde entonces no he dejado de publicar, me siento agradecida a John por haberme inspirado, y, a la vez, me acomete una pena «tan grande que casi ni se me revela», como decía el mismo Lennon, por haberse tratado de su propia muerte.

Esta anécdota podría estar en Faster. Pero me la contó mi esposo, ex piloto de F.1. Sucedió en Australia en el 2000, poco después del atentado que George Harrison y su esposa Olivia Arias sufrieran en su mansión, ubicada a 40 km al oeste de Londres, a fines de 1999. Marc conocía a George de sus años compitiendo en el equipo Brabham, puesto que el músico era un asiduo invitado del dueño de la escudería, Bernie Ecclestone. En Australia, pues, Marc (comentarista experto de la televisión alemana) le pidió que se acercara a la cabina de transmisión. «Claro, con mucho gusto», aceptó George; «y de paso, Olivia se queda tranquila viendo que estoy bien». Es que en su mansión miraban las carreras a través de ese canal de cable.

La velocidad del tiempo. Todo regresa: el café aquel, el libro frustrado sobre Luca, los pasillos de un estudio de televisión, las ganas de escribir, el entusiasmo de aquellos años en los que todo estaba por hacerse, los pájaros y El Palomar. Los cuatro ya queríamos volar. Vuelven Bioy Casares y Fangio (sin contar con Los Beatles, claro). Eduardo tiene casi mi misma edad. Y los dos, casi al mismo tiempo, nos vimos acuciados por la necesidad de escribir sobre aquellos años.

Siempre lo sentí mi amigo. Aunque hace unos treinta años que no lo veo. Acaso por eso mismo.

«Admiro a las tortugas porque nunca se atropellan, siempre llegan y tienen la buena costumbre de vivir mucho tiempo». Lo podría haber escrito Berti. Lo dijo Fangio.

Silvia Renée Arias.