Delante del espejo, ensayo el único saludo que puedo ofrecerle con mi precario francés. Como si fuera una muchachita que murmura la letanía de lo que su mamá la mandó a comprar en el colmado, voy repitiendo por el camino: «Controla tus emociones y, ante todo, sé profesional». Cuando nos presentan, ella dice, con una amplia sonrisa y juntando las manos: “¡Oh! Dominicaine. ¡Es una hermana!”. No hemos empezado la entrevista y mi «profesionalismo» ya tiene un pie en el carajo.
En Nueva York, cuando la escritora Maryse Condé decía: «Soy de Guadalupe», la gente reaccionaba con asombro: «¿Guadalupe? Nunca he oído hablar de ese lugar». Su país es una de las Antillas Menores del Caribe. Está a unos 1.000 kilómetros de la República Dominicana, donde nací. Sin embargo, antes de leer La colonia del nuevo mundo, que fue mi primer acercamiento a la obra de Maryse Condé, yo no sabía nada de Guadalupe. No me sugería la familiaridad de otras islas vecinas, como Cuba, Puerto Rico o Jamaica. No sabía nada de su gastronomía, ni de su pasado colonial, y mucho menos de sus escritores.
Había dedicado unas horas al repaso de los autores que leí en el bachillerato. El programa de lectura de los dos últimos años incluía casi 20 libros. Me acordé de 14 títulos que anoté en una libreta. Luego contacté con algunas de mis compañeras. Quería confirmar una sospecha terrible: no habíamos leído a ninguna mujer. El ejercicio se me ocurrió mientras leía Corazón que ríe, corazón que llora (Impedimenta, 2019), las memorias de infancia y juventud que Maryse Condé escribió como una novela breve, o como un cuento largo. Me rendí a los pies de esa niña peligrosamente franca. La acompañé en sus paseos por la Place Victoire. Celebré sus memorables actos de rebeldía. Lloré con ella, y por ella, por los arrebatos de la muerte, por la infancia que se acaba y por los huracanes de la vida que quiebran la arcilla que nos hace.
La mujer que tengo delante no puede verme. Una enfermedad degenerativa le arrebató la vista y la movilidad de sus piernas. Su esposo, el británico Richard Philcox, se ocupa de traducirle las imágenes del mundo. Maryse Condé nació en 1937, en Pointe-à-Pitre, la capital de Guadalupe. Ha escrito más de 30 libros, fue maestra en Berkeley, La Sorbona y Harvard, fundó el Departamento de Estudios Francófonos en la Universidad de Columbia y fue la primera presidenta del Comité por la Memoria de la Esclavitud en Francia. En 2018, tras el escándalo de abusos sexuales que provocó la suspensión del Premio Nobel de Literatura, un grupo de intelectuales suecos creó el Nobel Alternativo que reconoció la obra literaria de Maryse Condé. En su discurso, durante la ceremonia de entrega, la guadalupeña dijo: «Sí, las mujeres pueden escribir. Sí, los negros pueden escribir. Sí, los habitantes de una isla pequeña, sin importancia, que nunca recibe atención internacional, pueden escribir».
Maryse Condé escribe para sí misma. Sobre las mujeres, África, los negros, las revoluciones personales y colectivas, y los sinuosos caminos de la memoria antillana. Es su manera de comprender el mundo, de recrearse en su propio lenguaje. Maryse Condé no cree que un escritor tenga una lengua materna. Gracias a la poeta Martha Asunción Alonso, que tiende un puente de palabras entre nosotras, le pregunto: ¿Y la suya, de qué está hecha? «La lengua Maryse Condé está hecha de mis pasiones y de mis pulsiones íntimas, es un lenguaje que creo mientras escribo. No le pertenece a nadie».
Sorayda Peguero