«Los ojos de mi madre eran mis historias no contadas». No es un verso, aunque podría serlo. Es el capítulo 33 de la novela El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, opera prima en el género de la escritora moldava Tatiana Tibuleac. Hay otros capítulos así de breves (el 18: «los ojos de mi madre lloraban hacia dentro»; o el 63: «los ojos de mi madre eran cicatrices en el rostro del verano») pero son solo pequeños respiros, ventanas por las que entra un aire distinto en una novela a la que es difícil adjudicar algún adjetivo que no se quede corto, que no resulte manido frente a una escritura tan poderosa. Sí, poderosa es sin duda un adjetivo adecuado a la novela. Poderosa y terrible, pero con esa luz rara que a veces emiten las cosas terribles para que se puedan mirar sin demasiado escalofrío o turbación.
Un adolescente sale dela institución psiquiátrica en la que ha estado interno varios años para pasar el verano con su madre. Será el último que pasen juntos. Ella le abandonó fisica y psíquicamente tras la muerte de su hermana pequeña. Él, además de cargar con la herida de su falta de amor, de su absoluto desinterés, ha cargado con la herencia del desequilibrio mental. El odio que siente hacia ella y que llena la primera parte del libro, se va mitigando a medida que avanza la historia y se enfrentan madre e hijo a sus últimos días juntos. La historia está contada retrospectivamente, cuando Aleksy, el protagonista, ya maduro y un pintor de éxito, escribe la memoria de aquel verano por consejo de su psiquiatra en medio de una crisis de creatividad. La historia de aquel verano en el que se abría una puerta a la redención, a cierta recuperación del tiempo perdido, incluso a alguna clase de amor.
La prosa de Tíbuleac es descarnada, afilada como un bisturí que cortara sin anestesia previa. «Ni amado, ni deseado, ni desechable, una especie de lámpara en forma de tulipán en casa de unos ciegos», describe su “orfandad» el joven Aleksy. Y al tiempo la poesía ronda en medio del páramo emocional «Sus ojos verdes, abiertos de par en par brillaban en el agua como dos trozos de esmeralda. A ellos me dirigí en primer lugar, con la intención de salvarlos, como si fueran la llave hacia un mundo encantado que yo quería hacer revivir». Pura recomendable conmoción.
Angélica Tanarro