En el movedizo y cambiante conjunto europeo, los Balcanes han funcionado de manera habitual como un espacio sobre el que los poderes culturales europeos proyectaban las más variadas imágenes identitarias. Así, mientras la región les permitía verse a sí mismos como modernos y avanzados, procedían a volcar despreocupadamente su propio nacionalismo sobre este territorio. Pero, al cabo, sobre todo en la década de 1990, en cuanto «otro» de Europa, los Balcanes fueron, y de manera tan trágica, prototípicamente europeos.
La situación que se creó en Yugoslavia, lejos de resultar atípica, representa, en realidad, una proyección local de ciertas formas de confrontación y conflicto características de toda Europa. Como afirmó Étienne Balibar, más le valdría a Europa reconocer en la situación de los Balcanes, no una monstruosidad desarrollada en su propio seno, sino una imagen y un efecto de su propia historia. Cumple, entonces, recordar aquella espinosa frase de Edgar Morin: «De Europa han venido los peores enemigos del género humano».
Desde las campañas de Julio César en la Galia y su decisivo giro al noroeste, con sus consecuencias imperiales, se fraguó en el territorio europeo un modelo de poder, como quiso recordar Claudio Guillén, impuesto manu militari, centralizado y autoritario. En consecuencia, los sucesivos proyectos de hegemonía europea -los que emprendieron Carlomagno, Carlos V, Napoléon o los totalitarismos del siglo xx- deriva-ron en una dialéctica combativa, y a menu-do destructiva, entre el núcleo y la periferia, entre la centralización y la secesión, que no han dejado de reproducirse, tal y como su-cedió durante las Guerras Yugoslavas. De ahí la certera reflexión que María Todorova colocó al principio de su emblemático estudio Imaginingthe Balkans: «Un fantasma recorre la cultura occidental: el fantasma de los Balcanes».
Pero ya se sabe: los Balcanes siempre son los otros. Para los serbios, los Balcanes empiezan en Albania; para los croatas, en Serbia; para los eslovenos, en Croacia… Y así sucesivamente, hasta que se alcanza el mar del Norte, a cuyas orillas resonaría la exagerada postura británica con la que ha bromeado Slavoj Zizek: al final, toda Europa sería un turbio e inmenso territorio balcánico y Bruselas, una nueva Constantinopla.
Por medio de sus imponderables narraciones, ensayos y textos de crítica cultural, Dubravka Ugresic es, desde hace años, uno de los principales cazafantasmas que se enfrentan a las tensiones heredadas tras las Guerras Yugoslavas y a los incoherentes reduccionismos aplicados a aquellas regiones al otro lado del río Sava. Como ironizó Zizek -para quien el humor y los chistes constituyen una insolente y preciadísima manifestación del inconsciente colectivo-, el Sava ha representado de tacto el límite geográfico entre los Balcanes y Mitteleuropa, es de¬cir, entre una zona donde reinarían el horror y el despotismo orientalista y otra donde se supone que campa la inmaculada civiliza¬ción. Junto a otros escritores como Aleksan- dar Hemon, David Albahari, Velibor Colic, Milenko Jergovic o Faruk Sehic, la autora de Zorro, Dubravka Ugresic, se alza como una penetrante e insoslayable observadora de las complejas construcciones culturales tejidas en torno a la antigua Yugoslavia, la identidad malherida y el exilio; sin duda (y en este aspecto trasciende cuanto tenga que ver con el referido balcanismo), es quien goza del mejor olfato literario para detectar cualquier fluctuación ideológica en el ecosistema mediático.
Dubravka Ugresic estudió Literatura Comparada y Literatura Rusa en la Universidad de Zagreb, donde dio clases hasta que estalló la guerra y partió al exilio. Rápidamente se convirtió en persona non grata para una parte de la opinión pública de la incipiente República de Croacia, ya que sus críticas del patrioterismo de nuevo cuño promulgado por Franjo Tudjman, quien sería el primer presidente del país al finalizar la guerra, le valieron la censura y aun su inclusión en una lista negra de dizque «brujas croatas». Desde entonces ha ejercido la docencia intermitentemente en distintas universidades del mundo que la han contratado como profesora visitante en sus departamentos de lenguas y literaturas eslavas, fundamentalmente en Estados Unidos, aunque su lugar de residencia oficial es Ámsterdam.
En novelas anteriores como El Museo de la Rendición Incondicional (1996; Alfaguara, 2003) y El Ministerio del Dolor (2005; Anagrama, 2006), formidables ambas, figuran motivos recurrentes que el lector encontrará ahora en Zorro, la reconocible y encantadora ficcionalización de la propia Ugresic, sujeta siempre a situaciones de inestabilidad y cambio, connaturales al tipo de vida dañada que, según Adorno, caracteriza a los desplazados; la redoblada precariedad por mor de su condición de escritora y exiliada, ya como docente y beneficiaría de becas literarias, ya como participante en los más rocambolescos y deprimentes festivales literarios; el recuerdo de la guerra y la consecuente erosión de todo cuanto configuró su identidad anterior al conflicto bélico; un inteligente sentido del humor y una magistral habilidad para engastar múltiples historias en un mismo marco novelesco; un lenguaje chispeante, repleto de imágenes; y, por último, su fatal e irremediable adscripción a una literatura nacional, la croa¬ta, una de esas «pequeñas literaturas de las que se espera que en su hatillo lleven sus particularidades locales, regionales, étnicas, ideológicas y otras» en el seno de la confundida república mundial de las letras, cada vez más parecida a un Festival de Eurovisión: «La principal razón para ser un escritor croata es que entonces no eres un escritor serbio».
Todas estas facetas forman parte del orbe literario de Ugresic, si bien resultan esenciales en otros libros de ensayo y crítica cultural ya traducidos al español, como en Gracias por no leer (2003; La Fábrica, 2004) o No hay nadie en casa (2007; Anagrama, 2009), donde no sólo se censura el tráfico de identidades como fórmula comercial en el mercado literario moderno («Porque el mercado siempre necesita a un búlgaro, a un serbio, a un croata y a un albanés. A uno. Más, desconciertan»), sino que se analizan con audacia y gran penetración sociológica algunos de los principales tics contemporáneos, como la obsesión cultural con la invención o la reinvención del yo y el deli¬rio de la comunicación en el mundo global, donde «la autopromoción se ha convertido en norma social». Sobre este último asunto ahondó con brillantez en Karaoke Culture (2010), un inolvidable ejercicio de crítica cultural (que tiene por objeto múltiples fenómenos y prácticas, desde la publicidad al cine de Emir Kusturica y el nacionalismo serbio) a partir de la célebre práctica japonesa, ya universal, de la «orquesta vacía», metáfora de la cultura contemporánea. Have A Nice Day From the Balkan War to the American Dream (1994), Europe in Sepia (2013) o American Fictionary (1993) gravitan asimismo sobre las paradojas y los peligros de la nostalgia convertida en mercancía, el envilecimiento del lenguaje, las absurdas convenciones sociales importadas de Estados Unidos o las inanes tentativas por parte de una exhausta Europa de escapar a su triste pasado.
Zorro es un auténtico y feliz compendio del quehacer narrativo de Ugresic, toda vez que en él se pueden identificar algunos de los más recurrentes temas de su obra; pero, por si esto no fuera suficiente, también se acentúan algunos motivos que en anteriores libros no habían sido tratados con tanta profundidad. En efecto, su formación como especialista en literatura rusa no había sobresalido de una manera tan evidente en El museo de la rendición incondicional o El ministerio del dolor. Este hecho le permite a Ugresic sentar las bases de la trama mediante el desarrollo de un análisis casi filogenético del motivo del zorro en un cuento de Boris Pllniak, lo cual encarrila el primer capítulo de Zorro hacia la obra de Junichiro Tanizaki y, a través del autor japonés, a uno de los episodios más ignorados de la historias de las emigraciones rusas: la diáspora rusa en Extremo Oriente (Irán, Indonesia, China o Japón), apenas reseñada en comparación con la que tuvo lugar en Europa o Norteamérica.
A partir de estos presupuestos, Ugresic teje con la maestría que le caracteriza un cautivador laberinto de ficciones y metaficciones que, en última instancia, elevan un puñado de interrogantes esenciales sobre el arte de contar historias y sobre el papel que juegan en sus sociedades quienes las escriben y difunden. Asociados al campo semántico del zorro (astucia, traición, hipocresía, egoísmo, seducción, habilidad, adulación, sexualidad…), los escritores, como la narra¬dora de este libro, se ven envueltos en peripecias determinadas por la codicia, el engaño o la sospecha. Y así vemos a la narradora deambular por Nápoles durante unas tristes jornadas sobre migraciones europeas, lo cual le recuerda que la vida literaria «sólo es emocionante mientras uno está sentado a la mesa de trabajo, entre cuatro paredes. Todo lo demás produce sensación de fracaso, humano y profesional». Este viaje a Italia le permite a Ugresic elaborar uno de sus característicos y sutilísimos ejercicios de observación flaneurista, como en la inolvidable recreación de Ámsterdam en El ministerio del dolor a cual, alzada sobre arena y agua, se convierte gracias a la prosa de Ugresic en un símbolo de todo lo efímero y eventual- o de Berlín en El museo de la rendición incondicional -ciudad de refugiados y de ruinas cubiertas de hierba-. A continuación la narradora regresa por un tiempo a Croacia y protagoniza un breve roman¬ce que no hace sino enfatizar la fragilidad de su existencia dañada: la historia de amor tiene lugar en un pueblo insignificante, junto a un bosque sembrado de minas por donde se escurren los zorros. El cuento, como era previsible, acabará mal.
La figura del zorro se cuela también, de distintas formas, en Londres, epicentro de un rompecabezas biográfico para eslavistas, y en la reconstrucción del primer viaje a través de los Estados Unidos que em¬prendió Vladimir Nabokov junto a su familia en 1941. Todos estos vaivenes se entremez¬clan con los diálogos que la narradora entabla con su sobrina, un cotidiano y magistral ejemplo de transitoriedad sentimental y desánimo post-bélico.
En conjunto, más que un hermoso engaste de relatos o una reflexión sobre el alcance de la ficción, Zorro es un sofisticado, intrincado y a veces incómodo artefacto literario cuya máxima e insólita virtud es la de encarnar en sí misma todas las tensiones que guarda el declinante arte literario en nuestros días. Dubravka Ugresic es, en la terminología de George Steiner, una escritora extraterritorial, es decir, alguien que forma parte de una tradición literaria hecha por exiliados y sobre los exiliados. (Y, aún más, por si cupiera aclararlo: Ugresic es una escritora imprescindible, y tan erudita y honda como guasona y corrosiva; única en todo caso). El material con el que elabora su literatura está compuesto de álbumes fotográficos desaparecidos, re¬cuerdos traicionados, ataques de lumbago, visados prescritos, maletas de hipermercado y anodinos gestores culturales. No busque el lector que las seis partes «encajen» como se supone que deberían hacerlo. No busque mero orden, continuidad, un sentido general. La vida misma no respeta estas leyes; ahora menos que nunca. Y la literatura no debería plegarse a ciertas convenciones.
Quien se exilió lo sabe.
CRISTIAN CRUSAT