Para simplificar, pienso y digo que todo empezó esa tarde. Yo tenía 14 años y con un amigo, compañero de escuela, llamamos un día feriado a la agencia de coches de Juan Manuel Fangio, pedimos una entrevista (hacíamos una «revista subte», artesanal) y nos dijeron que sí, que fuéramos en el acto, antes de que pudiésemos preparar algunas preguntas.
Para simplificar, pienso y digo que aquello significó una inflexión en mi vida. Robusteció una vocación: el periodismo, la escritura en general. Consolidó una amistad que pronto fue una suerte de alianza o de complicidad para ingresar en el mundo adulto. E inoculó una idea preciosa: que hay que atreverse porque, a veces, la osadía otorga recompensas.
Si aquella tarde con Fangio fue como un “big-bang” en mi vida, el recuerdo de esa tarde cumple el rol de “big-bang” en Faster. El libro es su consecuencia. No existiría si yo no hubiese evocado ese episodio. El libro está hecho no solo de mis recuerdos y olvidos de aquella tarde, sino de posibles recuerdos falsos. Los recuerdos que teje el tiempo.
La entrevista con Fangio, publicada hace cuarenta años en nuestro “fanzine”, es lo único estrictamente cierto de Faster. Lo demás está a caballo entre verdad y ficción, entre autobiografía e imaginación. La paradoja es que escribí casi todo Faster sin tener esa entrevista a mano. No encontraba la vieja revista “subte” por más que revolviera en todas partes. En un momento la di por perdida y hasta quise sospechar que jamás había existido, que todo era fabulación.
Cuando por fin encontré la revista (y la encontré, desde luego, cuando la di por perdida), ya casi terminaba el libro. Estaba puliendo detalles, quitando cosas y añadiendo otras. Decidí entonces insertar fragmentos de la entrevista, pero con cierta libertad: siendo fiel al original, aunque ajustando algunas frases, retocando un poco el ritmo y la respiración.
Faster se llama así en tributo a una canción que George Harrison consagró a la Fórmula 1 y que salió casi al mismo tiempo que mi amigo y yo entrevistábamos a Fangio. Casi al mismo tiempo que George viajaba a Brasil (verano de 1979) a presenciar el Gran Premio de Interlagos y se convertía en el primer Beatle en pisar –al menos, oficialmente– América del Sur. Además de su talento musical, siempre me gustó de Harrison su simpleza y su humildad. En eso, quiero añadir, se parecía un poco a Fangio. Un ídolo popular malgré lui, diría Molière.
Más allá de Fangio y de Harrison, que son como los guardianes o los mitos que atisban desde el pasado y desde cierta inmortalidad, Faster habla principalmente de dos cosas, la amistad y la vocación, y en el fondo tiene algo de Bildungsroman en forma de puzzle. En tal sentido, mientras releía la entrevista (que llevaba por los menos tres décadas sin releer) me pareció inevitable toparme con un momento en el que Fangio nos dice, palabras más, palabras menos: “No quiero hablar de mi etapa más conocida. Quiero hablar con ustedes de mis comienzos”. El comienzo de diferentes carreras, si usamos una palabra de numerosas lecturas.
Hay una forma de rompecabezas en Faster, de algo que se intenta recomponer, reconstituir. También hay una forma circular, de ritornello. La memoria es como una piedra que arrojamos en el agua. Mejor dicho: la piedra es el hecho pasado y los círculos que se forman alrededor de ella vendrían a ser los recuerdos. Los círculos que no siempre reproducen la forma exacta de la piedra. Los círculos que, como un eco, van perdiendo fuerza y fidelidad.
El libro cruza mi pasión de aquellos tiempos por el rock (por los Beatles, pasión intacta) con mi pasión de aquellos tiempos por el deporte en general, sobre todo por su épica. Los discos y los circuitos de automovilismo tienen en común el giro, la dinámica circular. Pero lo circular no debe verse, en estos casos, como sinónimo de atascamiento o de situación viciosa. Lo circular no impide que la música se desarrolle; al contrario, lo hace posible. Lo circular no impide que las carreras se desarrollen: que tengan principio y final.
A la tensión que hay en Faster entre girar y avanzar (tensión que podría vincularse con lo que sostenía Paul Valery sobre la poesía-que-baila-en-torno-a-un-mismo-punto y la prosa-que-camina-de-un-punto-a-otro), creo que se añade otra tensión: entre lentitud y velocidad. Suelo tomar conciencia de estas cosas a medida que escribo. Escribir es descubrir cosas así. Comprender, por ejemplo, cuál es la lentitud ideal para hablar sobre la velocidad (la de Fangio, la del tiempo) o cuál es el ritmo que piden mis palabras para su mejor equilibrio, en este caso, entre evocación y acción, entre el acto de danzar y el de caminar.
No hay simple nostalgia en Faster. No me interesa la mirada hacia el pasado para decir que ayer fue mejor. No me agrada esa actitud. No me resulta creativa ni vital. Me interesa, en cambio, el riesgo o la osadía de ese pasado. Un buen modo de seguir reinventándose es no perder a ese niño que uno lleva dentro, no perder ese impulso que en su momento me condujo a entrevistar a Fangio y que más tarde, por ejemplo, hizo que escribiera este libro.
El primer lector de Faster fue mi amigo-compañero de aventuras con el que hicimos la entrevista a Fangio y que en el libro lleva un nombre falso: Fernán. Cuatro décadas después, él trabaja como periodista. Le mandé el libro por email. Regalo de cumpleaños. Podría haberlo contactado, claro está, mientras escribía. No lo hice porque deseaba que Faster fuera mi recuerdo, con todas sus imprecisiones y agujeros. No lo hice porque deseaba que Faster se independizase del recuerdo y que tomara ese episodio como un punto de partida. No está mal tener a Fangio, pienso ahora, en la línea de largada. Y, mientras escribo esto, lo imagino haciendo flamear una gran bandera a cuadros, con su experta combinación de rapidez y lentitud.
EDUARDO BERTI