cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Stella Gibbons, «La hija de Robert Poste»: crónicas de la Inglaterra profunda

Qué hay mejor que acudir a la familia cuando una la necesita, o como en el caso de la protagonista de este long-seller, se queda huérfana y con una dote anual de 100 libras.

Parece que para Flora Poste esta fue la mejor decisión a la hora de afrontar y resolver su futuro y, de paso, evitar la pesada carga de un trabajo de secretaria mal remunerado.
Para ello, contaba a su favor con una educación «cara deportiva y larga» que le proporcionaron sus padres, y que la alejaba de toda prestación de servicios que no fuera la de organizar todo aquello que le resultase digno de organizar. Como incluso a una familia entera, los rurales y paletos Starkadder de la granja Cold Comfort Farm en Sussex. Desde la ironía más fina y la flema inglesa más locuaz, Stella Gibbons se sirve de esta novela para no dejar de dar puntada sin hilo sobre todo aquello que no le gusta o le parece sencillamente atroz, cursi o estúpido de la sociedad de su época. La hija de Robert Poste fue publicada inicialmente en 1932, pero tiene, por ejemplo, referencias al futuro o sobre Estados que no existen, lo que la proporcionan unas dosis de intemporalidad y desconexión espacial y temporal que le permiten una mayor libertad, si cabe, a la hora de lanzar su mordaz crítica sobre aquello que aborda. En este libro hay multitud de referencias a escritores consagrados, como por ejemplo Shelley, al que la Gibbons lanza sus dardos sin contemplación, o como también hace desde el inicio, en el prólogo, en una carta con un alto tono sarcástico. Una carta dirigida a un tal Anthony Pookworthy que no es otro que el novelista de cierta fama Hugh S. Wapole.

La hija de Robert Poste es una novela de lectura ágil y en ocasiones amena, pero sin llegar a ser desternillante ni cómica, aunque sí desenfadada y a veces divertida. Y, sobre todo, irreverente por la determinación y el desparpajo con el que se desenvuelve su protagonista. No obstante, en nuestra contra está el desconocimiento de la clase rural de una Inglaterra profunda y sus giros lingüísticos, sus bromas, y ese sentir tan propio que rodea a la familia de los Starkadder; una recopilación de personajes a medio camino entre la locura y el disparate, a los que Stella Gibbons nos presenta con mucho acierto e inteligencia. Sin embargo, esa falta de empatía con ese tipo de convivencia y costumbres en la vida una familia campesina de Sussex no se debe en ningún momento a la traducción, por otra parte inmejorable de José C. Vales que, gracias a sus notas a pie de página, nos ilustra muy bien aquello en lo que la autora quiso hacer hincapié, sino que se debe más a que la acción y los personajes de la novela son los últimos vestigios de una sociedad ya desaparecida en el lodo de los tiempos. En este sentido, la reivindicación que Stella Gibbons hace de su forma de ver el mundo rural y sus relaciones personales no está basada en la reivindicación de sus costumbres o ideas, sino que más bien pasea sobre ellas y al contemplarlas las ejecuta sobre un lienzo surrealista, sobre el que pone todo el énfasis en los descarriados planteamientos de todos y cada uno de los Starkadder, a los que Flora Poste, magistralmente va amoldando a sus intereses, porque si algo reivindica con ello la autora es la libertad de elección de las personas. Una libertad que se aleja, o está en la otra punta de las costumbres ancestrales, ridículas y sin sentido, de un granja anclada en el pasado.

Stella Gibbons da una pátina de brillo a una clase social perdida en las campiñas enfangadas de una Inglaterra desconocida. Y lo hace con la inteligencia de quien sabe lo que quiere a la hora de afrontar un relato sobre aquello que le interesa. Ya sea para ensalzarlo, o para criticarlo como sucede en esta novela, La hija de Robert Poste. Una narración a la que la única pega que se le puede poner es no haber facilitado a sus lectores un desenlace para la expresión: «vio algo sucio en la leñera», de la tía Ada Doom. Una expresión que en la novela funciona como un hilo conductor de toda ella. Aunque quizá, para nuestro consuelo, en ciertas ocasiones lo menos es más, y la autora decidió en su momento dejar a nuestro libre albedrío descifrar qué significado tiene esa frase para cada uno de nosotros. Aunque tal vez no tenga ninguno, como tantas otras cosas en la vida.

ÁNGEL SILVELO GABRIEL