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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Un viaje del «beat» al «yip»

Un relato de los sesenta y un fiel retrato del arrepentimiento y de las víctimas de los movimientos de masas.

En el último de sus ocho viajes a México, Jack Kerouac , a punto ya de cumplir 40 años, sufrió cómo una turba de mozalbetes con quienes compartía marihuana, barbitúricos, tragos y abrazos le despojaban de los pocos objetos que amueblaban su estancia: la navaja de afeitar, el rosario budista, una linterna, una maleta. Entre carcajadas, se le llevaron también un impermeable y Kerouac, que en 1961 era visto por los devoradores de su obra como profeta de un tiempo que se intuía radicalmente nuevo, imploró a los rapiñadores que le devolvieran la prenda. El autor de On the Road buscaba evitar lo que más temía: una regañina de su madre.

La anécdota captura al Kerouac que, derrotado por su propia inestabilidad, está a punto de retirarse del mundo para pasar sus ocho últimos años en el jirón materno, del que sólo saldrá para pelearse borracho en algún bar. Precisamente cuando, a su alrededor, EE UU y medio Occidente explotan en una de las mayores mutaciones sociales del siglo XX, desencadenada en parte por sus novelas. Quien refiere el suceso es el mexicano Jorge García-Robles en El disfraz de la inocencia. Jack Kerouac en México, un penetrante ensayo en el que, al hilo de sus viajes transfronterizos, recrea la evolución espiritual y la maduración como escritor del hombre que junto a William Burroughs , en el papel del Padre, y Allen Ginsberg , revestido de Espíritu Santo, había de componer la santísima trinidad de la generación «beat», el contracultural punto de arranque de la revuelta de los 60. Kerouac (1922-1969), que había escrito sus mejores páginas en la década de 1950, falleció a los 47 años víctima de una hemorragia digestiva hija de su alcoholismo. El pasado 21 de octubre se cumplió medio siglo de su muerte.

Es difícil imaginar hoy el impacto que la prosa anfetamínica, confesional y espontánea de On the Road tuvo en los jóvenes lectores de los 50 y los 60. Baste pensar que, escrita en tres semanas de 1951, la novela tardaría cinco años en encontrar una editorial que la publicase. Kerouac acumulaba para entonces otros cuatro inéditos, entre ellos el magnífico retrato generacional Los subterráneos , liquidado en 72 horas. Son textos a los que la crítica ha adjudicado el fraseo del jazz, la banda sonora de los bares frecuentados por unos «beat» que veían en la negritud el antídoto para la rapaz vacuidad albina del sueño americano. En sus páginas vibra un modo de vida inusual que amalgama el sexo libre, la conciencia expandida, la música, el amor a la naturaleza, la pasión por la aventura y el viaje, el cultivo de la marginalidad, la huida del artificio expresivo o la búsqueda de una espiritualidad que, en Kerouac, evolucionará del catolicismo materno a un budismo algo papista. En esa marmita, México, barato y repleto de sexo y drogas fáciles, se convertirá para un Kerouac ajeno a la crítica social en el edén del primitivismo redentor que enlaza con la divinidad cósmica. Un México que, de 1950 a 1961, va modelando en su cabeza a su conveniencia y que, a medida que EE UU se le vuelve más opresivo, le sirve más y más de escapatoria.

La acogida crítica a On the Road fue mala: plano, lineal, aburrido y, lo más grave en unos EE UU modelados sobre una idílica clase media suburbana, anticonvencional. Kerouac, un místico en perpetuo viaje físico y emocional, un inadaptado al mundo y a sí mismo que sólo era capaz, sospecha García-Robles, de atrapar su vida con la palabra escrita, se volvió presa fácil de las televisiones. Los platós veían en él un ridiculizable borracho lunático, ideal para captar audiencia. «La sociedad norteamericana», apunta Robles, «no le perdonó cuestionar sus códigos tribales gregarios-puritanos-pragmáticos e hizo todo por neutralizarlo, caricaturizándolo, exhibiéndolo en un escaparate con un letrero que decía: ‘Vean a este hombre ridículo, quiere ser distinto a nosotros’».

El diagnóstico del mexicano es nítido: «Su sistema nervioso se rezagó de su vertiginoso y lúcido espíritu. Su alma corría más rápido que su cuerpo y la vida se lo cobró caro». Kerouac se retrajo hasta la extinción a medida que su obra se expandía. Todo lo contrario que Ginsberg , cuya presencia pública no hacía sino crecer tras editarse Aullido en 1956. Ese año, durante una estancia conjunta en México, le incitaba a regresar a Nueva York: «¡Es hora de que los poetas influyan en la civilización americana!». A lo que Kerouac replicaba: «Si tuvieras de verdad visiones de eternidad no te importaría en absoluto influir en la civilización americana».

Bien es verdad que ni siquiera Kerouac era lineal en su hundimiento. Un año antes, a punto de finalizar su cuarto viaje a México, concluye una carta a Ginsberg con una frase anticipatoria: «Gritemos nuestros poemas en las calles de San Francisco, que auguran terremotos». Y en esos seísmos contraculturales por venir, en las luchas por los derechos civiles, el pacifismo contra Vietnam y la explosión hippy, es donde se yergue Revolucionarios , la segunda novela del estadounidense Joshua Furst (1971). Una obra cuyo referente es Abbie Hoffman (1936-1989), lo más similar a un líder que tuvieron los hippies. En abril se cumplieron 50 años de su suicidio.

Sin embargo, Furst, hijo de hippies, no aborda en Revolucionarios una biografía novelada de Hoffman, cofundador del YIP (Partido Internacional de la Juventud), la vanguardia anarco-nihilista del hipismo. Su propósito es proyectar una mirada de fino detalle sobre la dura resaca que provoca una ola como la revuelta juvenil de los 60 al deshacerse. Por supuesto, en las páginas del volumen se reflejan las surrealistas acciones de los «yippies», que entre 1966 y 1970 convirtieron a Hoffman en líder aclamado: el lanzamiento de billetes sobre los operadores de la Bolsa neoyorquina, la concentración ante el Pentágono para hacerlo levitar por concentración mental, la candidatura del cerdo «Pigasus» a las presidenciales de 1968, las protestas en la convención demócrata de Chicago, brutalmente reprimida por la Policía, o el choque en Woodstock con un Pete Townshend , celoso de la privacidad de su escenario. Además del juicio de los «Siete de Chicago», la detención de Hoffman en 1973 por tráfico de cocaína y su huida de la justicia durante largos años de clandestinidad.

No. Revolucionarios apenas va de eso. Es más bien el relato de aquellos años, y de los siguientes, que en primera persona y ahora mismo hace Fred (de Freedom, nombre que detesta), el hijo de un activista llamado Lenny Snyder, a quien ama y odia por su presencia —es duro ser educado como instrumento de una idea— y por su larga ausencia de clandestino. Y es este desplazamiento del punto de vista, al presente y al hijo, el que permite a Furst dibujar a Snyder / Hoffman, sin cebarse, como un héroe soñador pero también como un estafador megalómano, improvisador y patológicamente inseguro, incapaz de ponerse en la piel de nadie y primera víctima de sí mismo cuando nadie le siga. Antes incluso de que su clandestinidad vuelva víctimas a su mujer e hijo, reducidos a la pobreza y colgados de una causa decaída. Si Kerouac encarna la retracción fatal de un visionario aterrorizado por la perspectiva de transformarse en profeta, el doble salto adelante de Revolucionarios permite conocer los contornos de la profecía y reflexionar sobre las víctimas de los movimientos de masas que, al decaer, arrojan al abismo a quienes no saben saltar a tiempo del tren. Para entregarse al arrepentimiento y al vergonzante cambio de bando o, si están habitados por la dignidad, para salir indemnes y alimentar su vida con esa experiencia excepcional.

Eugenio Fuentes