Luz y oscuridad es una obra inacabada publicada en 1916. Su autor es uno de los escritores más influyentes de la literatura japonesa: Natsume Sōseki. ¿Cómo emprender la lectura de un texto inconcluso? ¿A qué estética responde aquello que todavía no culmina? ¿A qué aferrarme, desde esa perspectiva occidental que siempre busca formas cerradas, cuando tras la lectura de más de cuatrocientas páginas no hay un final explícito? En El libro del té, Okakura Kakuzō dice que «la verdadera belleza llega a descubrirla aquel que mentalmente completa lo incompleto». Paradójicamente, en la concepción oriental, completar no es llenar sino vaciar. Sólo desde ese punto de vista puede leerse lo abierto.
La detención es una de las características más reconocidas de las secuencias narrativas (literarias o cinematográficas) que nos llegan de Japón. En el momento en que estas secuencias parecen acercarse al «final» se cortan de manera drástica, dejando al lector o al espectador occidental la sensación de que no han acabado. Como bien señala el especialista en literatura japonesa Carlos Rubio, se trata de historias que, «más que acabarse, se detienen». Como occidentales, leemos desde de un esquema estructural secuenciado, y no desde una unidad «principio-clímax-fin» como la que prima dentro de la tradición literaria oriental. Ante ese clímax inacabado, que “prolonga la vida de las cosas”, no sabemos cómo proceder.
Quizás el modo más amoroso para acercarnos a las formas narrativas orientales sea pensarlas como procesos de distanciamiento y no de reunión. Finalizar algo es cerrar ese algo, ligar lo narrado sin dejar lugar a la idea misma de continuidad. El carácter inconcluso, en cambio, nos remite indefectiblemente a la separación, a la distancia donde cada palabra y acción pueden tomar un camino propio, sin destino (porque, por definición, el destino tiende siempre a la unificación y al cierre).
Con esto en mente, es posible enfrentar una obra inacabada como Luz y oscuridad de Natsume Sōseki. Desde allí podemos comenzar a leer Meian, título conformado por los kanji de luz 明 (mei) y oscuridad 暗 (an). Pero podemos también tomar estos dos términos aparentemente contrapuestos y centrar nuestra lectura en esa intersección que se presenta como una continuidad, como un pasaje de un término a otro.
En cierta medida, toda la novela funciona como una gran alegoría del paso de las luces y las sombras que van tomando distintas intensidades, matices y texturas. La historia se centra en Tsuda, un empleado de oficina que ha enfermado y que recientemente se ha unido en matrimonio con O-Nobu. Sōseki narra esta relación descomponiendo y diseccionando un matrimonio que acaba de estrenarse, pero en el que se vislumbra un desgaste y tedio propios de una pareja de hace años. Tsuda vive una relación obsesiva con el dinero y el status social, donde “la inquietud económica daba paso en él al desasosiego espiritual”, mientras que O-Nobu se debate entre el deber ser marital y una duda que jamás la abandonará: saber si es amada. Un dato percibido al pasar le hace sospechar a O-Nobu que su marido guarda un secreto en relación a su pasado con otra mujer. A partir de esta sospecha sobreviene la duda. Saber cuál es el lugar de la mujer en el amor es la pregunta que recorre el relato y que hace a O-Nobu plantearse si en realidad “un marido no es como una especie de esponja que solo existe para absorber el afecto de su esposa”. La construcción psicológica tramada por Sōseki, en particular con relación a los personajes femeninos, se dirige permanentemente a afirmar una cuestión central que, leída en tiempo presente, exhibe una carga ideológica discutible: para la mujer, amar es lograr que el hombre la ame, independientemente del amor que ella pueda o no sentir por él. Si logramos que nos amen, el objetivo está cumplido, la batalla se ha ganado y el sueño de la vida feliz se vuelve inmediatamente posible.
La novela se desliza además siguiendo otros matices de luz y oscuridad alrededor de la vida cotidiana familiar y matrimonial. Presenta descripciones psicológicas y ambientales que constantemente remiten a un criterio estético japonés tradicional, del cual ya daba cuenta Jun’ichirō Tanizaki en su Elogio de la sombra: se prefieren siempre los reflejos velados y profundos en contraposición al brillo frío, pues es la luz incierta la que realza la belleza de lo real. Es esa misma luz la que da marco a los diálogos sostenidos por los personajes de la ficción. En tal contexto, para que lo que quede instaurado sea siempre algo del orden de lo que se espera de los otros, no importa lo que se diga sino cómo se lo diga. Bajo ese artificio se afirma sin duda una insistencia violenta en seguir manteniendo las apariencias, aun cuando íntimamente, en los silencios y preguntas sin respuesta, se perciba en efecto el carácter incierto de aquello que todavía los mantiene unidos. Como el resplandor de los ojos de O-Nobu, en el cual Tsuda se dejaba caer algunas veces, «y otras, en cambio, sin ninguna razón particular, le repelían».
KAREN GARROTE