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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El niño salvaje de la Revolución Francesa

El Mowgli de l’Aveyron suscita hoy tantas dudas como cuando apareció en un bosque del Languedoc.

Los años anteriores e inmediatamente posteriores a la Revolución Francesa fueron pródigos en personajes irrepetibles. Hoy hablaremos de uno que ocupa una nota a pie de página en los libros de historia, pero que ha cautivado la imaginación de cineastas y novelistas: el niño salvaje de l’Aveyron, también conocido como Víctor de l’Aveyron, el nombre que le puso su tutor legal.

Su historia podría haber inspirado a Rudyard Kipling. Como el Mowgli de El libro de la selva , esta criatura se crió entre fieras. En 1798 unos cazadores se lo encontraron en los bosques de l’Aveyron, en el Languedoc (Avairon en occitano, la lengua de oc). Calcularon que tendría entre 8 y 9 años, lo que significaría que pudo nacer con el cataclismo de 1789. Estaba sucio y desnudo. Una gran película de François Truffaut explica su vida, El pequeño salvaje, de 1969.

Los años anteriores e inmediatamente posteriores a la Revolución Francesa fueron pródigos en personajes irrepetibles. Hoy hablaremos de uno que ocupa una nota a pie de página en los libros de historia, pero que ha cautivado la imaginación de cineastas y novelistas: el niño salvaje de l’Aveyron, también conocido como Víctor de l’Aveyron, el nombre que le puso su tutor legal.

Su historia podría haber inspirado a Rudyard Kipling. Como el Mowgli de El libro de la selva , esta criatura se crió entre fieras. En 1798 unos cazadores se lo encontraron en los bosques de l’Aveyron, en el Languedoc (Avairon en occitano, la lengua de oc). Calcularon que tendría entre 8 y 9 años, lo que significaría que pudo nacer con el cataclismo de 1789. Estaba sucio y desnudo. Una gran película de François Truffaut explica su vida, El pequeño salvaje, de 1969.

Truffaut, que dirigió y coprotagonizó la película, junto al niño Jean-Pierre Cargol, refleja muy bien la desazón de la sociedad de la época ante aquel caso. El pequeño no sabía hablar. Gruñía y se comportaba como un animal. Los cazadores que dieron con él llegaron a pensar que era un mono. Quienes escucharon el relato de su hallazgo trataron de convencerles de que un ser tan asilvestrado no podía ser humano.

Sí, sin duda era un simio, debieron decirse los bienpensantes para tranquilizar su conciencia. Aquellos cazadores no eran los primeros que se habían confundido. Un siglo antes, en 1630, le pasó al cardenal de Polignac mientras visitaba la colección de animales del príncipe Federico Enrique de Orange-Nassau. Cuando el religioso vio a un gran simio, posiblemente un orangután, le dijo: “Habla, y yo te bautizo”.

¿Qué niño perdido y desamparado en el bosque rechazaría la ayuda de sus semejantes? Y aquel ser, fuese lo que fuese, no sólo la rechazó, sino que huyó.Los cazadores lo encerraron en una cabaña, mientras decidían qué hacer. Él aprovechó la oscuridad de la noche para huir. Las fechas difieren, en función de las fuentes, pero meses después lo capturaron una segunda vez y de nuevo se escapó. Así hasta 1800, cuando ya no pudo eludir otra vida salvaje, la civilización.

Para entonces ya no había dudas de su humanidad, pero ¿quién era? No sabemos nada de él en comparación con sus compañeros de viaje en el tren de la historia: los Bonaparte; Fouché, el epítome del Estado policial, ese “genio tenebroso” del que habló Zweig; Talleyrand, el padre del transfuguismo, capaz de cambiar de barco antes de cada naufragio; las brillantes mesdames De Staël y Récamier, a las que Napoleón temía más que un batallón de highlanders.

La pregunta sigue en pie y posiblemente ya nunca tendrá una respuesta convicente. ¿Quién era? Quizá unos padres que no podían mantenerlo lo abandonaron a su suerte en el bosque, como en un cuento cruel de los hermanos Grimm. O tal vez era un niño autista que comenzó a vagar y a vagar, cada vez más lejos de casa, sin que su familia quisiera o pudiera encontrarlo.

Al margen del origen de su historia, su destino parecía la muerte. Pero, contra todo pronóstico, como en todos los mitos de los niños criados por lobos o entre lobos, el salvaje de l’Aveyron logró sobrevivir. Allí siguió, en el bosque, ajeno a todo: la revolución, el Terror, la decapitación de Luis XVI y la de María Antonieta, el imperio, la epopeya napoleónica…

Aunque para epopeya, la suya. Entre su penúltima captura y la definitiva, logró superar un gélido invierno con tan sólo una tela desgarrada, comiendo bellotas, raíces y poco más. Un médico se hizo cargo de él, Jean Itard, que plasmó su intentos de educarle en Víctor de l’Aveyron . Hubo una edición de este titulo en castellano de Alianza Editorial, con comentarios del escritor Rafael Sánchez Ferlosio, que hoy está descatalogada y reclama a gritos una reimpresión.

El doctor Itard, a quien interpretó Truffaut en la gran pantalla, intentó recuperarlo, aunque al final se dio por vencido. Víctor, como lo bautizó, llegó a ser exhibido en el salón literario de madame Récamier. Francia le concedió una pensión y lo dejó al cuidado de una familia. A partir de ahí se pierde su rastro hasta su muerte, a los 40 años, lejos del bosque y de la civilización, en la que nunca se llegó a integrar.

Los lectores que se queden con ganas de más y no encuentren una edición del libro biográfico de Jean Itard, tienen a su alcance una maravillosa alternativa: El pequeño salvaje (Impedimenta), del estadounidense Thomas C. Boyle, que vio como el cine adaptaba en 1994 su novela El balneario de Battle Creek (Anagrama), en una versión dirigida por Alan Parker y protagonizada por Anthony Hopkins.

Este escritor ha hecho ahora el camino inverso: del cine a la literatura. Thomas C. Boyle ha realizado con palabras lo que Truffaut con imágenes. Su novela avivará los recuerdos de quienes hayan visto la película. Y a quienes no la hayan visto les hablará de unos recuerdos atávicos que llevamos inscritos en lo más profundo de nuestro ADN: el fuego, la caverna, los aullidos en la oscuridad de la noche…

DOMINGO MARCHENA