Su lectura me ha parecido:
La figura de la madre, a lo largo de la historia, siempre ha estado rodeada de un halo de inquebrantable misticismo, como una figura religiosa a la que le debes todo —desde la vida hasta el mantenerte siempre a flote— y a la que veneras a pies juntillas todos y cada uno de sus mandamientos. Por eso, cuando de pronto entre tus manos aparecen libros en los que el protagonista desearía directamente matar a su madre, cuando el odio que le tiene es mayor incluso que el amor que en algún momento de su biografía le profesó, cuando eso sucede, no podemos evitar escandalizarnos y echarnos las manos a la cabeza. Tenemos tan interiorizada la sacra figura materna que la creemos incorruptible cuando, en realidad, mi madre, la tuya y la de ese desconocido que viaja a tu lado en el autobús son seres de carne y hueso. Mujeres que poseen las mismas virtudes y debilidades que cualquier persona de nuestro al rededor. Crueles y amables. Envidiosas o generosas. Conformistas o inconformistas. Irónicas o apocadas. Resignadas o ambiciosas… Como el dios Jano, nadie en este planeta nace con una sola faz, sino que metafóricamente venimos al mundo con una personalidad poliédrica, plagada de características y una personalidad propia. Algo que, en el caso de las mujeres —y sobre todo en las que son madres— acaba mutando en una sola, como si todas las que deciden tener hijos perdiesen eso que las hace únicas por el camino para encomendarse a un destino más sacro y a salvo de cualquier profanación. Hace tiempo que las madres se cayeron de dicho pedestal. Las madres, simplemente, no son perfectas y la actualidad literaria más acuciante parece haberse enterado por fin de esa realidad tantas veces ignorada. Por eso no son pocos los libros que ahondan y reflexionan entorno a su figura, a su concepto, a su cuerpo; ningún campo parece quedarse atrás en estos interesantes análisis. Ni siquiera el novelístico, el cual encuentra en Tatiana Ţîbuleac – la gran sensación de las letras rumanas – y en el libro que hoy tengo el placer de reseñar un espacio lírico, doloroso y profundamente conmovedor. El verano en que mi madre tuvo los ojos azules: del órdago adolescente a la comprensión de la madurez.
Alesky, nuestro protagonista y peculiar narrador, está lleno de resentimiento. Desde bien pequeño siempre se ha creído fuera de lugar, un hijo no deseado en aquel núcleo familiar a la sombra de una hermana adorable que, por desgracia, fallece siendo una niña. Y lo cierto es que en realidad nunca se ha sentido querido. Para él, su padre es el ausente, el que nunca está, el que un día hizo las maletas y se largó de casa. Esa figura fantasmal contrasta con la que Alesky tiene de su madre, la cual queda bien clara desde el primer párrafo, desde el mismo arranque de la novela en el que leemos lo siguiente: «Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás. Yo la miraba desde la ventana mientras ella esperaba a la puerta de la escuela como una pordiosera. La habría matado con medio pensamiento.» En tan sólo cinco frases Ţîbuleac ya nos ha presentado casi en su totalidad a quien va a ser nuestro acompañante durante todo el libro. Un adolescente cuyo odio hacia la figura de la madre es casi enfermizo, que además tiene problemas psiquiátricos – los cuales acentúan su virulencia en el momento en el que deja de tomarse la medicación – es mal estudiante y cuya única preocupación es seguir perteneciendo a la pandilla de amigos con las hormonas aún más revotadas. Un joven que no oculta su enfermedad y que observa a su progenitora desde una mirada alterada y desquiciante. Ante un espejo deformado que le devuelve el reflejo de alguien malvado y poseedor de todos los defectos posibles. A medida que nos adentramos en el relato – y más a partir del momento en el que la enfermedad de la madre irrumpe en su vida avanzando galopante percibimos un cambio en Alesky. De pronto ya no le parece tan terrible pasar el verano en un pueblo de la campiña francesa junto a su madre en lugar de estar de juerga con sus colegas en Ámsterdam. De pronto la misma ferocidad con la que la reprendía constantemente adquiere un significado diferente. La locura se torna en devoción y la oscura lente de sus ojos se torna de una lucidez casi mística. Si antes su madre parecía tener muecas de terrible indiferencia o la risa más estúpida del mundo; ahora se eleva como una criatura mágica ante Alesky, una hada de largos cabellos, enfermiza figura y de unos relucientes ojos verdes – los cuales estarán presentes a lo largo y ancho de todo el libro – incapaces de inspirar temor o algún tipo de maldad.
Sin duda el dominio de lo sensorial, lo poético, lo emotivo y sobre todo de lometafórico son sin duda los puntos clave para entender no sólo esta historia, sino el estilo de una autora – Tatiana Ţîbuleac – que ha caído en el panorama literario internacional como agua de mayo. La potencia del libro arranca en la primera frase ya citada – ¿cómo se puede descargar tanta ira en tan pocas líneas? – y continua en un viaje casi alucinógeno en el que el lector es testigo del viaje vital de Alesky, desde el pozo de sapos y culebras hasta ese redescubrir la figura sobre la que tantas pestes ha echado. Y en ese aprendizaje se nos desvelan esos pequeños detalles que hacen de la madre no tan estúpida o anodina como Aleksy nos quería hacer creer. En el fondo, ella era una mujer llena de sueños, ilusiones, proyectos; los cuales se vieron truncados en el momento en el que se quedó embarazada Alesky sin quererlo y tras cometer el error de casarse con el padre de la criatura, el cual al final no resultó ser ni un buen marido ni un buen padre. La maternidad socavada, esa posición invisible y los constantes ataques de su primogénito hacen que su historia, al menos durante la primera parte de la novela, quede totalmente desdibujada. Algo que no ocurre en su gloriosa segunda parte, donde la poética se vuelve cada vez más extraordinaria y el protagonismo recae sobre ella y su existencia, la cual está, paradójicamente, en vías de evaporación. Hay historias que importan desde su inminente contenido, pero hay otras en la que el cómo adquiere un peso importante. Este es el caso de El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes es un ejemplo más de destreza narrativa, personalidad literaria y sobre todo del buen uso de las emociones. Pocas son las frases o los párrafos exentos de belleza, de hecho, la brevedad de sus capítulos – algunos de ellos precedidos por frases de ensueño en las que los que se homenajea esas esmeraldas que tiñen su iris – permite al lector admirar, inspirar y sentir mejor todo ese lenguaje, toda esa buena literatura al servicio de un público en busca de nuevas experiencias narrativas. Pero no todo es hermoso en esta historia. La sombra de la muerte es cada vez más alargada, y ni siquiera el paso del tiempo – en donde vemos a un Alesky convertido en un perturbado artista de éxito – consigue alejarle de su recuerdo y de sus particulares demonios interiores. Es entonces cuando, paradójicamente, en el momento en el que más solo se va quedando, sólo entonces, comienza a entender a su madre y a recuperar su cariño y su amor. Afectos que se verán arrastrados por una mortífera ráfaga de viento. Ţîbuleac ha parido a un protagonista difícil de olvidar, perfectamente construido y cuyos desequilibrios mentales no sólo nos emocionan o repugnan a partes iguales, sino que también nos ayudan a entender la soledad del diferente y a como el arte, en ocasiones, actúa como una pastilla que palia pero no cura, como la única forma de comunicarse en un mundo en el que, individualmente, también ha dejado de existir. A medida que avanzaba en la lectura de esta novela sentía envidia, sana por supuesto, pero también gran admiración. Dentro de los países del este de europa, Rumanía es un país muy a tener en cuenta dentro del panorama literario internacional, un país que, de seguro, más pronto que tarde recibirá una gran alegría en forma de Premio Nobel de Literatura de la mano de Mircea Cărtărescu. Sin embargo, no debemos descartar la posibilidad de que, con el tiempo, empleemos los mismos términos para referirnos a la moldava Tatiana Ţîbuleac. Una autora que ha pasado de novel a experta dando un puñetazo emocional en el corazón de los lectores dejando claro, de una vez por todas, que ha venido para quedarse.
Jimena de la Almena