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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Mientras tanto, en la planta baja, los invitados habituales no dejan de entrar y salir, formando una especie de casting de futuros pretendientes que se asemejan, en la imaginación del marido, a los de Penélope en la Odisea, el libro que le acompaña en sus horas finales.

Esta invitación a dejar que la vida siga es la que pone en movimiento la brillante trama de Monjas y soldados, que termina de engranarse con la repentina aparición de Anne, una monja y antigua compañera de colegio de Gertrude que ha abandonado el convento para tratar de reencontrar a Dios en otro lugar. El elenco de personajes principales se completa con el Conde, un exiliado polaco romántico y doliente –valga la redundancia–, y Tim, un aspirante a artista, inmaduro y bebedor.

En su novela, Murdoch (1919-1999) no se separa de la tradición narrativa británica y rusa del siglo XIX y, en el aspecto formal, su fecha de publicación en inglés (1980) podría haberse situado cien años antes sin grandes cambios. Pero, después de recoger lo mejor de la herencia de las novelas decimonónicas, también se desentiende de su habitual solemnidad y demuestra que se puede ser a un tiempo ligero y profundo, como si el gran estilo del siglo pasado fuese la única forma de abordar, a finales del XX, las preguntas últimas acerca de Dios, el amor y la muerte.

Como afirmó el recién fallecido Harold Bloom, «Murdoch no se parece a ningún novelista contemporáneo porque, en cierta medida, es en esencia una fabulista religiosa de un perfil singular y heterodoxo». Además de mostrar una comprensión poco frecuente de la espiritualidad y la religión –la crítica ha detectado ahí la influencia de Simone Weil–, Murdoch parece haber explorado todas las facetas del amor, para plasmarlas con una enorme verosimilitud en sus personajes. Gertrude, la protagonista, comienza el ciclo por el final, con la muerte del ser amado, que impregna con su sombra toda la acción posterior, como si fuese el fantasma del padre que persigue a Hamlet.

El dolor por la pérdida, sin embargo, se entrelaza pronto con la alegría por un nuevo enamoramiento, y del pretendiente más insospechado, con todos los remordimientos, las dudas y los arrebatos que eso provoca. En este punto, la amistad que ha recuperado con Anne se convertirá en el último asidero. Para la viuda, romper el duelo puede significar una traición a su esposo, pero también la decepción de su elitista círculo social, que actúa como un personaje más de una obra que, a pesar de su envergadura, se lee con la certeza de que a sus 600 páginas no le sobra ninguna.

Diego Pereda.